El cocido maragato que llega a tu casa
Tras cocinar en restaurantes con estrella Michelin, Alfonso Botas volvió al pueblo de su abuelo y se especializó en cocido maragato en el Mesón del Arriero. Ahora lo envía desde León a cualquier parte de España.
Empezamos a entrar en temporada de cocidos, esa especialidad que en España tiene casi tantas variantes como comarcas y que muchos asociamos con salir a comer fuera, con días de excursión, sobremesa eterna y paseos al frío. Algo que este año, al menos por el momento, la mayoría no vamos a poder hacer. Es cierto que uno puede preparar un cocido en casa, pero, reconozcámoslo, no es lo mismo. No solo porque nos falte el desplazamiento hasta ese lugar, que suele ser una casa de comidas tradicional a la que volvemos una o dos veces al año a cumplir con el ritual, sino porque además no siempre es fácil encontrar los productos adecuados.
A eso se le suma que en la mayoría de las casas ya no vive tanta gente. Así que aquellos cocidos que tenían sentido para seis, para ocho o para 10 personas resultan, cuando los cocinamos para dos o tres, casi un poco tristones. Buscando una alternativa, porque no me resignaba a pasar un invierno sin este plato, llegamos hasta el cocido maragato que Alfonso Botas prepara en el Mesón del Arriero (Castrillo de los Polvazares, León), y que desde marzo se puede recibir a domicilio en cualquier lugar de España.
El cocido maragato
Es curioso cómo dentro de las docenas de variantes de cocido —pucheros, berzas y demás familias— que existen hay algunos que se han labrado una fama especial en toda España. Es el caso del cocido madrileño, sin duda. Probablemente también el cocido gallego o el montañés: junto a ellos, en uno de los primeros puestos, está el maragato. Este plato, que entra casi en la categoría de menú completo, es el eslabón que une los cocidos y potes de Galicia o Asturias con las virtudes de los cocidos de la zona centro. Lo mejor de cada casa, vaya: por un lado las carnes y los chorizos con ese ahumado potente, pero no excesivo que podemos relacionar más con las montañas del norte, por otra parte el relleno y los garbanzos que miran más a la tradición de la meseta.
Y todo, cuando las materias primas son de calidad, con un equilibrio sorprendente. No precisamente ligero por supuesto; que estamos hablando de cocidos y estos, por definición, caen del lado del exceso. Pero sí de que la calidad aquí marca la diferencia entre sentirte ligeramente culpable pero satisfecho al acabar de comer o, dejémonos de paños calientes, querer morirte.
Parece que su origen está en la manera en la que lo comían los arrieros (comerciantes que transportaban mercancías en recuas de acémilas, que vienen a ser filas de bestias de carga). Primero se zampaban las carnes de los cocidos, sacándolas directamente del perol que tenían sobre el fuego, en el que el líquido quedaba hirviendo hasta el final para mantener el conjunto caliente. De esa forma, cuando se acababan la parte sólida se bebían el agua que quedaba, añadiéndole, si podían, un poco de pan y haciendo de esa manera una especie de sopa.
Aún hoy, el cocido maragato se sigue sirviendo en tres vuelcos, contrarios de alguna manera a lo que la lógica de la cocina local nos haría pensar: primero las carnes, luego la parte vegetal y finalmente la sopa. Tras ella, normalmente, natillas; quizás luego mantecadas. Y licores. Y hojaldres, o tal vez rosquillas. Y café: que un cocido es de dimensiones épicas, se tome en el orden que se tome, y esas cosas se respetan.
El cocido de El Mesón del Arriero
Todo eso es lo que Alfonso Botas quiso cocinar cuando decidió, en 2011, instalarse en Castrillo. Había pasado ya casi una década trabajando en distintos restaurantes por medio mundo cuando el cuerpo le empezó a pedir un poco de calma. Llevaba unos meses trabajando en Gidleigh Park Hotel, un restaurante con dos estrellas Michelin en Inglaterra, cuando le surgió la oportunidad. “Maria Luisa, la dueña del Mesón del Arriero, llevaba haciendo cocidos desde 1976 y se jubilaba, así que llamé. Para nosotros pasar de un dos estrellas, con una presión brutal, con esos turnos interminables, a venir a hacer cocina tradicional en el pueblo de mi abuelo era una ocasión que no podíamos desaprovechar”.
Así fue cómo, tras pasar por El Celler de Can Roca, Martín Berasategui o el Motel Empordà; tras haber estado a las órdenes de Andrea Tumbarello en Baqueira, trabajar en un crucero en la Antártida, en el restaurante del Museo de Arte Contemporáneo de Vigo o en el O’Farrell de Buenos Aires, Alfonso llegaba a Castrillo de los Polvazares, un pueblo de menos de 100 habitantes, dispuesto a preparar cocidos. “Teníamos ganas de dejar aquella presión atrás. Formamos una familia aquí, el restaurante funciona y estamos muy contentos en el pueblo”.
Empezó la nueva etapa de El Mesón del Arriero, una etapa en la que venden más de 5.000 cocidos al año y que los llevó, ya en 2014, a empezar a enviar cocidos por correo a clientes que se lo solicitaban, aunque de manera ocasional, y más recientemente desarrollar una línea de asesoría a otros restaurantes que se ponen en contacto con ellos, atraídos por la calidad de su elaboración.
No fue hasta el pasado marzo cuando decidieron estandarizarlo. Castrillo es un pueblo de que vive del turismo, a unos minutos de la autovía que une Madrid con el noroeste y literalmente a unos pasos del trazado del Camino de Santiago. De recibir a cientos de personas en los festivos y los fines de semana pasaron al parón de la pasada primavera. “Entre semana aquí trabajamos dos. Los fines de semana somos cuatro y, en momentos fuertes, llegamos a ser ocho. Y de pronto nos encontramos con esto”. Así que se puso a diseñar el envío. “Para hacer un cocido no hace falta mucha gente. Lo hago yo solo. Lo que hace falta es tiempo, porque es un proceso lento. Empiezo la víspera con los remojos y, al día siguiente, entre cocer, dejar que atempere y racionar son fácilmente cinco horas”.
La tradición dice que un cocido maragato tiene que llevar al menos siete carnes, además de la chacina; y eso es lo que incluye el cocido del Mesón del Arriero: lacón, tocino, costilla, oreja y manita de cerdo, gallina, morcillo de novilla y chorizo que Alfonso encarga a Embutidos Maribel, “una carnicería de al menos tres generaciones de aquí, de Astorga. Me tratan con tanto cariño que soy ya casi de allí. Y tienen un ahumadero donde trabajan con madera de encina y de roble y donde consiguen una calidad muy alta”.
Todo esto, junto con los rellenos, va en el primer vuelco. El segundo, por su parte, lleva los garbanzos, de Pico Pardal, una variedad leonesa pequeña, de textura mantecosa y con muy poco hollejo, y el repollo, que se envía con su ajoarriero.
Las carnes por un lado, con su jugo, los garbanzos por otra parte. En una tercera bolsa al vacío el repollo y en otra los rellenos. Así llega el envío a casa, junto con instrucciones precisas sobre cómo regenerar los ingredientes, los tiempos necesarios, etcétera. El líquido en el que llegan las carnes, alargado, es la base de la sopa final, que recomiendan servir con fideos o, como hacían los mayores de la zona, con trozos de pan viejo.
Todo en un envío refrigerado que puede encargarse a través de su página web y llega a casa en 24 horas. Las cantidades equivalen a un cocido para dos personas, aunque —salvo que te vayas a tomar el resto del día libre, siesta incluida— son más que suficiente como para tres, por un precio total de 36 euros. Así que quizás no puedas acercarte a Castrillo de los Polvazares a tomar el cocido, pero, mientras tanto, la versión a domicilio del El Mesón del Arriero te quitará la morriña casi como si estuvieras allí.
Un rey entra en un bar...
Pocas cosas nos gustan más que una historia con nobles, soldados y princesas. Así que cuando encontramos un plato que destaca por su carácter humilde suele haber alguien que siente la necesidad de adornarlo con una tradición de esas que hacen que me pasen por la cabeza imágenes de Charlton Heston con armadura cabalgando por la playa en Technicolor mientras suena, de fondo, la música del No-Do. “Aixó es or, Xata”, dijo Jaime I de Aragón cuando probó la Horchata. O eso, al menos, se empeñan en contar los defensores de una versión de la historia.
¿Quién descubrió las tapas? Por supuesto; un rey, según la leyenda. O dos, ya puestos. Porque había que incluir un origen real para dar calidad a la película, pero no nos ponemos de acuerdo en si fue Alfonso X o Alfonso XII –esos dos palitos después de la X suponen 600 años de nada, pero que eso no nos detenga- el que entró en la venta aquella para encontrar su copa cubierta con un trozo de pan, o de jamón. O algo.
El cocido maragato no podía ser menos. Aquí no hay reyes, pero sí ejércitos. La versión bélica de la historia cuenta que durante la invasión francesa las tropas españolas comían el cocido empezando por las carnes, la parte más apetecida, para que si había que entrar en combate antes de terminar de comer lo que se quedase en la mesa fuera la sopa. Otros dicen que eran los campesinos quienes, cuando veían venir a los invasores en la lejanía, se zampaban la parte contundente para que, cuando llegasen, los franceses sólo pudieran requisar la sopa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.