Chiringuitos y terrazas: ¿paraísos al aire libre o timos para turistas?
Los establecimientos más veraniegos levantan adoración y desprecio a partes iguales. Ambos permiten tomarse algo a la fresca, pero es esa misma virtud la que genera controversia. ¿Tú los amas o los odias?
Un oasis gastronómico entre la arena ardiente o un cuchitril con la fritura a precio de Tesla Cybertruck. El mejor lugar para tomar cañas con amigos o una excusa para sacarle los cuartos a turistas ávidos de escuchar “aquí esto es lo más típico”. Los chiringuitos y las terrazas son queridos por algunos y odiados con toda su alma por otros. El modelo de negocio de ambos, fundamentado en poder tomarse algo al aire libre, genera tanta pasión como polémica. Porque algo está claro: no todos aprecian la sensación de libertad de una cerveza fría mientras sopla el viento, y los hay que solo la disfrutan cuando están cara al sol (aunque en ocasiones coincidan).
La parte buena, o el problema, es que hay miles de estos establecimientos: solo en Madrid capital, en 2018, había 4.876 bares y restaurantes con terraza, y en Andalucía el número de chiringuitos de esta temporada asciende a 1.400 aproximadamente, según datos de la Asociación de Empresarios Costa de Cádiz. Un horror para el que los critica y el paraíso terrenal para quien no bebe sin ellos. Pero, ¿qué motivos a favor y en contra tienen cada uno?
Incondicionales de que les dé el aire
“Un vino al sol, dos son”. Además del placer que representa para algunos tomar algo en el exterior cuando hace buen tiempo y evitar la claustrofobia de un local pequeño, esta máxima quizá sea otra de las ventajas más evidentes de las terrazas. Da igual si es con un tinto, dos cañas o medio litro de sangría: las toñas salen más baratas a la solana. “Hay veces que si estás en una terraza a mediodía, con que te tomes una cerveza ya notas que te sube”, comenta Nerea Núñez, sevillana de 24 años. Obviamente es algo positivo si estás de relío y llevas el dinero justo para pagar un mechero a cuotas, pero si tienes que trabajar o echarle perlita al cuarto de baño luego, este aspecto puede ser un peligro.
A este señor con pinta de haber salido en Rubí le va a salir barata. GIPHY
El bañador como código de vestimenta
En cuanto a los chiringuitos, desde que abriera en Sitges hace 107 años el primero, una de sus principales bazas es la comodidad que ofrece su ubicación. “Para mí, el punto más positivo es la cercanía, el poder tomarte una cerveza al lado de la playa y no tener que salir al pueblo”, afirma el madrileño Carlos González, de 31 años, mientras intenta conectar su mirada con la de un camarero de La Luna, en la playa de Zahara de los Atunes. ¿Para qué callejear con el bañador mojado y arena hasta en el yeyuno si tienes un restaurante con vistas al mar, verdad? Los hinchas chiringuiteros y los vagos profesionales ni se lo piensan.
Dignificación de la materia prima
El colectivo ultra prochiringos también defiende el honor de sus materias primas frente a aquellos que las denigran. “El chiringuito siempre ha tenido ese estigma de fritura y mala cocina, pero muchos se han especializado en la calidad y frescura de sus productos, como cualquier restaurante de ciudad o pueblo”, dice Antonio Sánchez, propietario de La Luna. El que estén en lugares de costa puede ser una garantía de pescado del día —en minúscula—, y, aunque no siempre sea así, de platos del mar bien preparados. “Nosotros, por ejemplo, fuimos los pioneros en esta zona en hacer un arroz con atún de almadraba”, asegura este empresario.
Ecografía del chiringuito castizo
Es cierto que aún existe un inconsciente colectivo español para el que los chiringuitos tienen sillas cojas con el logo de Cruzcampo, un menú mal plastificado con más pringue que un cocido y pescaíto frito en la temporada anterior. No se me olvida, por supuesto, el camarero al que siempre le falta un agua, las hojas de lechuga como guarnición hasta de un Aquarius, el crío que forma una tormenta sahariana justo al lado de tu mesa y la carta de helados de Camy o La Menorquina (importantísimo que quede alguno del pingüino con los pelos rojos y una mijita de Comtessa).
Pero no seamos sectarios: chiringuito es solo aquel establecimiento situado a pie de playa, lo demás no viene incluido forzosamente en el lote. “Puede haber tantos restaurantes malos como chiringuitos malos”, asevera Antonio Sánchez, propietario de uno desde hace algo más de 20 años. Y quizá sea verdad, aunque eso qué más les da a los haters de bañador mojado y vuelta a casa.
Ultras del odio veraniego
Si vives en Sevilla, Córdoba o Madrid, sentarte en una terraza una tarde de agosto es tan apetecible como un secuestro exprés. Súmale a eso, además, palomas psicópatas que harían cualquier cosa por el hueso de una aceituna, una sombrilla de publicidad que para un penalti antes que el sol y un coste adicional en la cuenta. Con este combo infernal por delante, muchos prefieren resguardarse bajo el aire acondicionado en el interior del local. Normal.
El abanico es un gran aliado. GIPHY
En el caso de los chiringos los hay incluso con estrella Michelin, como Casa Manolo, situado en la localidad valenciana de Daimús, pero no por ello se libran de tener detractores que los odian como si del ISIS se tratase. “Yo los detesto por varias razones: uno, porque de lo caros que son solo puedes ir si has cobrado la extraordinaria. Dos, porque nunca sabes bajo qué medidas higiénicas se prepara la comida. Y tres, porque si vas a comer marisco, como no esté bien hecho, es un foco de infección alimentaria al 400%”, enumera con seguridad —alimentaria— Tony López, cartagenero de 29 años. Él forma parte de esa corriente de odiadores que antes mueren de inanición que jugarse el dinero y la vida en estos restaurantes playeros.
¿Microcréditos para cerveza? No, gracias
Otro de los argumentos esenciales que utilizan los fanáticos de este movimiento —que bien podrían ser los Abogados Cristianos en versión tolerante y veraniega— es que estos locales están hechos para sacarle el parné al turista: “Le sirven el plato por delante con los pies en la arena, y valoran eso más que lo que le puedan poner. Al de fuera que está disfrutando en la playa quizá le da igual, pero creo que la gente que somos de costa piensa más como yo”, opina Fran Domínguez, gaditano de 40 años que jura no haber pisado un chiringuito en la última década. “Quizá yo tenga el recuerdo de los más antiguos, en los que tú mismo decías “no puede salir nada bueno de una cocina a 40 grados metida en un cuartucho”. Además no había nada de calidad que no pudieras probar en otro bar y encima era todo más caro. O sea, que no había por dónde cogerlos”, añade Fran mientras compra sospechosamente queroseno y una caja de cerillas.
Locos de las terrazas y seguidores de interior. Radicales del aliño de papas con el mar enfrente y ultras que luchan por implantar un país libre de chiringos. Como en otros muchos temas tan importantes y controvertidos como el cambio climático, los ataques a la democracia o el fútbol, aquí también hay fundamentalistas que no aceptan acercarse con empatía al otro. “Ahora que me estoy dando cuenta, soy un talibán antichiringuitos. Al camino que voy van a pasar otros 10 años”, afirma Fran Domínguez. Los extremismos nunca son buenos, pero ¿tú de qué lado estás?
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