Comer en un chiringuito
El autor de Sinopsis de Cine cuenta el drama de ir a la playa dispuesto ponerte como La Moñoño y volver esquilmado, malcomido y encima sin conocer a Moncho.
Bueno, pues el otro día comí en un chiringuito y os voy a contar un poco.
Este verano lo estoy viviendo a tope, con toda la paga extra. Por eso el otro día bajé a la playa y no me llevé bocadillo ni táper con filetes empanados. A las 14 horas, cuando me entró la gusa, recogí mi toalla y mis moscas y me fui a comer a un chiringuito, como la gente con viruta. Sin roñerío.
Recorriendo el paseo marítimo vi uno que llamó mi atención. “Chiringuito Montxo Beach. Family paella and patatas revolconas”. Con ese nombre cosmopolita tenía que ser bueno por fuerza, así que aguanté los 45 minutos de espera mirando con odio a los comensales que ya habían terminado pero no se levantaban de la mesa. Esa gente es peor que los que piensan que el cajero automático es una tragaperras.
Cuando me senté, pregunté por Moncho para que me recomendara el especial del día, pero el camarero debió de pensar que le estaba tomando el pelo y no me trajo a Moncho. Me recogió la mesa y puso un mantel de papel que, en un soplo de Siroco, salió volando y se me llevó la cesta del pan y el servilletero. El siguiente mantel lo apuntalé en sus cuatro esquinas con el móvil, la cartera, las gafas de sol y el bote de aftersun.
La carta estaba traducida al inglés a mocosuena. Supongo que para atraer a los clientes británicos y alemanes, que gastan más y les puedes servir cualquier bazofia porque son de paladar asilvestrado. Había Octopussy to the party (Pulpo a feira), Furious potatoes (Patatas bravas), Big shellfish splash (salpicón de marisco), Shoulder of pork to the gallegan woman (Lacón a la gallega), Mulatto salad (Ensalada mixta) y Wine of the small water jumps (Vino de las Rías Baixas). Y sangría, claro: la bebida típicamente española que ningún español bebe.
Mientras no traían mi comida, me deleité observando el ambiente selecto y exquisito de la terraza. Había un señor sin camiseta, con los pechos sobre los muslos, chupando langostinos como las aspas de un hidroavión. No creo que exista tal pasión sorbiendo ni dándole un 'burmarflash' a una tronista. A su lado, una señora en bikini le metía a los niños los macarrones en la boca por la fuerza, igual que se ceba a las ocas con embudo. A la yaya se le estaban haciendo bola hasta las natillas. Eran la viva fiesta los seis.
Yo estaba muy entretenido procurando que el mantel no saliera volando e intentando no cabrear a las avispas que estaban de botellón en un charco a medio metro de mi silla.
Ni rastro de Moncho.
Por fin me sirvieron la comanda. La ensalada no se podía aliñar porque si intentabas darle vueltas, se salía toda del plato. No le cabía ni una aceituna más en lo alto. Además venía con su pegote de atún de lata y su espárrago blanco tirado encima del huevo duro. Un primor de emplatado, un mimo en el aspecto.
El espárrago no me lo comí porque parecía moribundo y no se tenía en pie, pero la lechuga sí. Estaba cortada tan grande que cuando intenté meterme un trozo en la boca, el resto de la hoja me pegó un bofetón que me dejó el moflete chorreando aceite. De segundo disfruté de un pescado rebozado con unas patatas fritas como uñas de los pies, y de postre arroz baboso. Eso sí: todos los platos venían con un limón abierto para darle ese toque cítrico tan mediterráneo, y para que te escuezan los padrastros de los dedos mientras lo despachurras y recoges los pipos.
Al final me fui sin ver a Moncho. Yo creí que vendría a la mesa a preguntar qué tal estaba todo y de dónde soy, pero nada. Moncho no vino y yo me fui. El próximo día probaré otro sitio.
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