La bonita historia de los feos de Villalpando
Nacieron de una masa equivocada. Estaban buenos pero les llamaron feos. El dulce zamorano que todo el mundo compra en Villalpando, pueblo de parada entre Madrid y Asturias, es nuestro producto del mes.
“Villalpando o esa parada infernal de media hora para que pienses con cierta desesperación por qué vivir en Madrid”. “Villalpando, lugar de bocadillos de goma y frío helador, donde siempre temes equivocarte de autobús y perder tu maleta, vórtice temporal donde te visitan los fantasmas de todas las Navidades con desamor”. “Villalpando, el pueblo tras la estación. La infancia de alguien, como los veranos de la abuela de mi hijo”. Las frases fueron pronunciadas por Azahara, Laura y Sofía respectivamente, tres asturianas que hacen parada en este pueblo zamorano de poco más de 1.500 habitantes cada vez que cogen un autobús de Alsa para ir a su tierra.
Aquí nació, precisamente, un postre singular, tan poco atractivo por su nombre y apariencia como lo es la estación de autobuses del pueblo para quienes viajan a Asturias desde la capital. Un sitio de paso, un no-lugar, la nada, como a primera vista podrían parecer estas pastas marrones, irregulares y duras. Sin embargo, los feos de Villalpando -así se llama este dulce- podrían ser los miguelitos de la otra Castilla: el postre que se compra cuando se hace parada intermedia durante un trayecto largo.
Los feos son unas pastas de almendra que elabora la familia Burgos en una obrador en la Plaza Mayor del pueblo. Hasta cuatro generaciones han pasado ya por la confitería La Concepción que fundó Sinforiano Burgos allá por 1850. Este maestro pastelero, que había abierto el obrador no hacía mucho, se dispuso a preparar una masa para otro postre. Y le salió mal. “En aquella época no se tiraban las cosas, se aprovechaba todo. Hizo trocitos con la masa aquella, que era muy fea, y los metió al horno. Así nacieron los feos. Él solo decía: 'Qué feos son, qué feos...'. Pero se ve que estaban muy ricos”, explica Luis Mari Burgos, nieto del fundador de la pastelería.
Hace poco que Luis Mari dejó el negocio en manos de sus dos hijas, Raquel y Maite. Ahora son ellas, además del padre, las únicas portadoras de los detalles de la receta: no está escrita, y ha pasado de generación en generación como un secreto familiar.
El abuelo Sinforiano, cuenta su nieto, apuntaba a mano en una libreta cada receta que elaboraba. Menos esta. “Lleva almendra, harina, azúcar y huevo. No tiene más misterio. Bueno, sí, pero está en la elaboración... Lo que nunca hemos contado es cómo hacemos la masa. Ahí es donde mi abuelo se equivocó, pero en el recetario no hay nada de eso anotado”.
“Mi padre nació en 1900 y mi madre y él tuvieron diez hijos. Cuando murió yo era pequeño, tendría unos nueve años. A los 14 me metí en la pastelería a trabajar; en ese momento tuvo que sacarla adelante mi madre, Concepción, con la ayuda de algunas de mis tías”, relata Luis Mari. De aquellos años, en plena posguerra, recuerda que en el obrador apenas se fabricaban feos: “Todos los ingredientes escaseaban. Tengo en la cabeza a mi madre intentando gastar muy poco azúcar mientras sacaba la faena. Aquellos años fueron muy duros y ella veía que tenía que sacar un negocio adelante y diez hijos, y que no podía. Llegó a escribirle a Franco una carta en la que le pedía que se le diese más harina para poder trabajar, que no tenía materia prima”.
Raquel Burgos, una de las hijas de Luis Mari, lleva actualmente el negocio familiar junto a su hermana Maite. Ambas estudiaron fuera y tras unos años regresaron al pueblo. Dice que, en el futuro, si no hay descendencia que quiera llevar el obrador, los feos de Villalpando acabarán en su generación: “No vamos a dar la receta completa, ni siquiera mi madre la conoce. En otros pueblos cercanos también los preparan pero no quedan igual”, explica Raquel. “¿Antes sabes qué se solía decir?”, me pregunta Luis Mari. “Pues que el sabroso feo y el buen toreo en Villalpando nacieron. Porque de aquí también era el torero Andrés Vázquez, que salió muchas veces por la Puerta Grande de Madrid”.
Los feos son rectangulares, con una textura similar a la del turrón duro, y se toman con el café. Pero también es costumbre llevar una caja de estos dulces “cuando vas al médico a ver a un familiar [ingresado]”, apunta Luis Mari. “Hay gente que dice que son como barritas energéticas”, añade. Esta familia reconoce que quizá no es un postre atractivo a simple vista. “Hay que probarlos”, dice el padre. “Cuando comes uno no puedes parar. Ahí está la gracia: se llaman feos, y es que lo son”.
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