El día que probé el caballo
¿A qué sabrá el caballo? ¿Será tan duro como lo pintan? ¿Me dará asco si lo pruebo? Estas y otras preguntas trascendentales han rondado por mi cabeza desde que estalló el escándalo de la carne equina, que tantos y tan buenos titulares nos está dando en este glorioso 2013.
El asunto lleva coleando más de un mes. Primero se detectó ADN de caballo en hamburguesas de vacuno en Irlanda y el Reino Unido. Después vino un estudio de la OCU que denunciaba la presencia equina en las vendidas en España por Alipende y Eroski. Nestlé se sumó a la fiesta retirando ravioli, tortellini y boloñesas de Buitoni con posibles trazas de corcel, mientras los británicos ponían la imprescindible nota tóxico-policial al detener a tres personas por distribuir carne de caballo aliñada con fenilbutazona, un analgésico con nombre de colocón chungo.
Con el panorama así de calentito, un reportaje sobre el maltrato que sufren estos animales antes de ser sacrificados en Estados Unidos, Canadá, Argentina o México llevó la semana pasada a seis supermercados suizos a suspender la venta de productos caballares procedentes de esos países. Para terminar, el día de ayer no escatimó en sorpresas: los trillones de albóndigas 'suecas' que vende Ikea también relincharon y desaparecieron de las megatiendas, y Nestlé anunció la ruptura sentimental con su proveedor de carne español Servocar por colarle un 1% de mi pequeño pony en el vacuno.
Parafraseando a Lloyd Bridges en Aterriza como puedas, podría decirse que elegí un mal momento para probar el caballo. Pero ante la avalancha de información negativa contra esta carne, se me despertaron tanto la curiosidad como las ganas de ir a la contra. Es verdad que las autoridades se han hartado de decir que las trazas equinas en el vacuno no suponen ningún riesgo para la salud, y que estamos más ante un fraude de denominación que ante una crisis sanitaria. Sin embargo, pocos ámbitos de la vida son tan dados a la paranoia, los bulos y la desinformación como la comida, y creo que tanta mala prensa puede acabar castigando a un alimento en sí mismo inocente. O al menos tan inocente como las vacas, los cerdos o los pollos ricos en hormonas y antibióticos que nos comemos sin pensarlo dos veces.
Así que este fin de semana, en plan justiciero, me lancé a la aventura de comprar carne de caballo para cocinar. Me dirigí a una carnicería caballar emblemática de Barcelona, Carnes Serrano, pegada al Mercado de la Boquería. En el local se vende potro y caballo desde hace décadas, pero cuando lo adquirieron sus actuales propietarios abrieron los mostradores a otras carnes con mayor demanda popular. Su responsable actual, Yolanda Serrano, negó que la crisis de la carne picada estuviera afectando a las ventas, más que nada porque ya eran pequeñas antes.
"Los españoles no tenemos educación de comerla", me explicó. "Se habla más de ella que lo que se consume". Los clientes que llegan a la tienda en busca de este género son sobre todo italianos, "que tienen más costumbre" (otros países aficionados son Francia, Holanda o Polonia). Por ser más suave, y quizá por haber contado con cierta promoción en los circuitos gastronómicos, el potro triunfa algo más, "aunque tampoco mucho". El formato favorito de los compradores es, ejem, la hamburguesa, seguida por el filete o el entrecot para hacer a la plancha.
Menos unicornio, tenemos de todo. / EL COMIDISTA
¿Y por qué tenemos prejuicios contra esta carne? "¡Es que es los caballos son muy guapos! A la gente le da penica", respondió Yolanda, para sufrir acto seguido un ataque de sinceridad. "Yo soy como la gente, ¿eh? No me he comido un filete de estos en mi vida, y eso que los vendo. Donde esté la ternera...".
No demasiado estimulado por el márketing de la dueña, me dispuse a comprar tres tipos diferentes de carne de caballo para experimentar: un trocito de muslo para guisar, un filete y carne picada de potro para hamburguesas. A la hora de pagar, me congratulé de que los precios fueran más asequibles que los de la ternera. De hecho, la motivación del fraude con el vacuno puede ser ésta, porque criar un caballo es más barato que una vaca y muchos ejemplares destinados al ocio acaban en los mataderos a un coste muy bajo.
Mi primer encontronazo culinario con el caballo no fue demasiado exitoso. Usé el muslo troceado para una sopa y quedó más o menos como la suela de zapato que se come Charles Chaplin en La quimera del oro. Seguramente fue culpa mía por no aplicar el modo de cocción correcto, pero aquello se comía con tanta dificultad que tuve que elegir entre dejarme las mandíbulas o tirarlo a la basura.
El bistec quedó algo mejor, aunque también me pareció un poco correoso y desde luego no apto para personas con dentadura postiza. La hamburguesa fue lo mejor con diferencia, poderosa pero más fácil que las piezas anteriores. Dicen que la carne de caballo es más dulce: yo no sé si tengo el paladar atrofiado pero sólo la sentí un pelín más caramelizada. Posee un aroma y un sabor particulares, y quizá al tener menos grasa resulte menos untuosa y algo más tiesa que la ternera o el cerdo. Ahora bien, en ningún caso supone un gran salto respecto a otros mamíferos de consumo habitual.
No negaré que me dió un poco de cosica: soy sensible a la nobleza de este animal y llevo en el corazón a unos cuantos ejemplares célebres de la especie, como Rocinante, Jolly Jumper o el Caballo Homosexual de la Montaña. Pero por puros criterios gastronómicos o nutricionales, creo que podríamos comer más de lo que comemos si nos quitáramos de encima los prejuicios culturales. Sus defensores dicen que es una carne muy sana, rica en minerales y vitaminas y beneficiosa para el colesterol o los triglicéridos. Sinceramente, no sé si todas estas virtudes me empujarán a comprarla con regularidad, pero una hamburguesa de potro de vez en cuando, ¿por qué no?
La noticia en otros medios
Encuentran rastros de carne de caballo en la cara de Alicia Sánchez-Camacho (El Jueves)
Hallan carne de becario en las albóndigas de Ikea (El Mundo Today)
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