Pillar hongos en la piscina con alegría
El césped se convirtió en su martirio. La hierba se negaba a crecer y daba a la zona un aspecto descuidado hasta que descubrió la causa


Ángel nunca llevó sombrero, pero sin duda fue cowboy. Se crió como un hombre sencillo en el seno de una familia de granjeros de aspiraciones elementales. Creció, se casó bien, y vivió décadas felizmente entregado a la tarea de engordar terneros en la finca familiar, en un paraje idílico de telefilme de domingo, de prados verdes moteados de florecillas amarillas, con un pantano y todo.
Cuando el turismo rural empezó a ponerse de moda, a principios de los noventa, su señora supo descubrir en esa coyuntura una oportunidad para ambos de tener una vida más tranquila y menos rústica. Con los abuelos ya retirados, y tras un breve periodo de negociaciones conyugales antes de ir a dormir, Ángel despertó una mañana profundamente convencido de la idoneidad de transformar la vieja granja familiar en un resort y emprendió enseguida la reforma del rancho.
Tiró tabiques, construyó habitaciones y suites. Instaló muchos baños. En la planta baja apañó un pequeño restaurante y un bar. Lo que había sido almacén de leña se transformó en salón de lectura y juegos. Para costear las obras se deshizo de buena parte del ganado. Mantuvo sólo las yeguas y las cuatro vacas necesarias para dar el toque auténtico a las fotos de los turistas.
Puso a su esposa de gobernanta y a sus dos hijas de camareras. Dio la cantidad de trabajo justa a cada miembro de la familia para tenerlos entretenidos. No escatimó en gastos. Para hacer todavía más feliz a su señora, mandó construir una gran piscina en forma de alubia en el prado más cercano. Esa piscina y su entorno serían la guinda del pastel. Los albañiles hicieron un trabajo espléndido con el empedrado, los escalones de madera tratada y los parterres que bordeaban el camino que unía la zona con el edificio principal, siguiendo las tendencias más modernas de las revistas de paisajismo y exteriores. Finalmente, arrancó tréboles y alfalfa y plantó césped a la sombra de las encinas, para que las bellas damas veraneantes pudieran andar de la tumbona al agua y del agua a la tumbona sin dañarse los pies. Y ellas, claro, no tardaron en venir.
El hotel marchó como un tiro desde el primer día. Los turistas iban y venían a buen ritmo, el paisaje y las vacas hacían las delicias de los visitantes, los guisos caseros del restaurante satisfacían a grandes y pequeños. Pero el césped de la piscina se negaba a parecer más que un patatal deforme.
No había manera de que el entorno de la piscina se viera verde y ufano como en las fotografías de las revistas. En un paisaje idílico de cumbres escarpadas, prados silvestres y aguas cristalinas, entre caballos y terneros en semilibertad, todo verdor, su piscina era un borrón yermo y amarillento. Rastrilló, abonó y sembró. Arrancó, volvió a plantar y sulfató. Y ni el primer ni el segundo ni el tercer año consiguió abrir la piscina al público. Aquel césped se convirtió en su martirio. La hierba se negaba a crecer y daba a la zona un aspecto descuidado impropio del buen nombre de la familia. Su mujer estaba inconsolable.
Hasta el día en que a Ángel se le acabó la paciencia. Harto del maldito césped y de los lamentos quejumbrosos de su esposa, una tarde agarró la azada y la emprendió a golpes contra el suelo, maldiciendo, decidido a hacer venir una excavadora que se lo llevara todo y zanjara el asunto con cincuenta sacos de piedras pequeñas. Y cuál no fue su sorpresa al descubrir, en su frenesí de arrancar terruños, que la causa del raquitismo del césped era una población de trufas ingente, descomunal como ninguna que hubiera visto. Como patatas negras, fragantes y gordas como puños, habían crecido en el subsuelo, a la sombra de las encinas, y todo este tiempo se habían estado alimentando de los nutrientes que la hierba necesitaba para crecer.
A partir de aquel día, y durante los años que tardó en jubilarse, Ángel se convirtió en uno de los principales proveedores de trufa silvestre de la comarca. Esos años ganó más dinero con la venta de trufas que con las pernoctaciones de los turistas, que siempre se marcharon del resort dejando comentarios agradabilísimos de su estancia en el libro de visitas, y que siempre encontraron —qué mala pata— la piscina cerrada por reformas.
Nunca pillar hongos en la piscina se había vivido con tanta alegría.
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