Las napolitanas de chocolate de los noventa no son como ahora. Mi estómago tampoco
Antes podía comerme dos bolsas llenas de chuches viendo una peli de miedo. Hoy me basta con mirar las chuches de lejos para sentirme enferma
A veces, todo lo que una chica le pide a la vida es poder pegarle un bocado a una de esas napolitanas cubiertas de sucedáneo de chocolate y rellenas de grasa hidrogenada texturizada que vendía Panrico en las cantinas de instituto y en los quioscos en los noventa. Cincuenta pesetas eran el precio justo de la felicidad. No me nubla la vista la nostalgia. No. Creo que hablo en nombre de todos cuando digo que cuando teníamos dieciséis años y nos las atascábamos de dos en dos a la hora del recreo ya éramos conscientes de que eran pura maldad para nuestros cuerpos. Droga de diseño industrial, suculenta y adictiva, sí. Comida basura, a fin y al cabo. Pero nuestras venas latían hinchadas de sangre joven y vigor adolescente. Las cuestiones de la alimentación saludable y la obturación de las arterias, por aquel entonces, se ceñían al ámbito de la Mía, la Integral y la Cuerpomente, el revistero de la sala de espera del dentista y los magazines matinales televisivos, y todo eso nos pillaba en clase o dando vueltas por la calle. En nuestro estómago vivía un cocodrilo como el que moraba en el fregadero de Los Picapiedra, al que daba igual lo que le echases: todo lo engullía, y nos daba la risa al ver a nuestros padres tomar sal de frutas contra la acidez, salir a dar un paseo después de comer para ayudar a la digestión, o pedir verdurita hervida o una simple manzana al horno para cenar.
Podíamos pasar la noche viendo películas de terror a oscuras en el salón, con el Dolby Susurrón recién estrenado a todo lo que daba, o encerrados en un cuartucho jugando a matar marcianitos en el ordenador, sin gafas de ver de cerca, cenando a base de pizza, Risketos y Nocilla tomada con un cuchillo de punta redonda directamente del tarro, y levantarnos al día siguiente para hacer un examen, no frescos como una rosa, pero sí tan frescos como si hubiésemos comido doradita a la plancha y ensalada. La adolescencia es eso: mirar a los frutos secos con condescendencia, hormonas, sudor, olor a pies y poderío gastrointestinal.
Al cruzar la barrera de los cuarenta, mi cuerpo ha empezado a comunicarse conmigo mediante un lenguaje totalmente nuevo y sorprendente que incluye un colorido repertorio de ruidos intrigantes, incomodidades ventrales sin nombre definido, burbujeos sospechosos a la altura del esternón y una poderosa atracción por el sintagma “refuerzo lumbar”. Antes podía comerme dos bolsas llenas de chuches viendo una peli de miedo. Hoy me basta con mirar las chuches de lejos para sentirme enferma.
Estamos a 17 de enero y aún no me he recuperado de las comilonas navideñas. Ayer estuve una hora dando vueltas con el coche buscando acelgas frescas. Los Reyes me trajeron una cajita de bombones y la tengo a mi lado mientras escribo, sin desprecintar. ¡Con lo que habíamos sido! Y para lo que hemos quedado.
La decadencia no termina aquí: este último año me he partido dos muelas comiendo chicharrones. Lo más sensato sería, este 2025, proponerme firmemente renunciar a ellos, pero haciéndolo renunciaría a una parte muy grande del pastel de mi felicidad. Seguiré fiel al mantra que rige los de mi linaje: “antes una vida sin premolares que una vida sin chicharrones”, pero voy a tener que aprender la técnica de la abuela Juanita, que se ponía uno pequeñito encima de la lengua, se lo paseaba por la boca y lo ablandaba durante horas hasta que lo fundía, como un caramelo.
Como en Reyes no se celebran los regalos, sino la magia, la infancia y la ilusión de que todo sea posible, cuando celebramos los bollos industriales de nuestra adolescencia no los celebramos a ellos; celebramos que éramos jóvenes. Hoy, enfrento dos grandes problemas en la vida: ni mi estómago es lo que solía ser, ni las napolitanas de Panrico son como las de antes.
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