El pastelero que convirtió en tradición la venta de dulces en las playas de Sanlúcar
Antonio Fernández y su familia, de pastelería Pampín, crearon la costumbre hace 44 años, convirtieron sus dulces “quitahambre” en costumbre veraniega local y ahora continúa en manos de la tercera generación
Mari Carmen Caballero y su madre llevan soñando con lo que va a pasar después de que oigan la campanilla desde que salieron de su casa en Lebrija para echar el día de playa en Sanlúcar de Barrameda. El carro de rayas azules y blancas de Antonio Fernández, el pastelero que repiquetea a su paso, se abre camino por la orilla, Caballero le da el alto y se abre la veda. Hoy caerá un papelón de estraza en el que clarea un esponjoso xuxo relleno de chocolate y una caña del tamaño del antebrazo de un niño. En los dulces playeros de Pampín no hay margen al remilgo pitiminí, es un placer contundente. Caballero ni se disculpa por ello: “Vengo a la playa a Sanlúcar solo por sus dulces”. Pero sí se justifica: “Mi madre es que andaba hoy un poco bajita de azúcar”.
El momento, de tan usual, es ya pura tradición veraniega en Sanlúcar. La venta autorizada y legal de dulces es tan habitual en sus playas y las de Chipiona, como lo puede ser las pasarelas para bajar a la arena o la apertura estival del chiringuito de turno. Pero la costumbre ni es tan antigua, ni su único creador en activo se da ínfulas algunas por aquella ocurrencia que enraizó tan rápido. De hecho, es el mismo que sacia la gusa de dulce de Caballero y su madre. “Esto ya es genuino de aquí, está muy enraizado. He conocido ya a tres generaciones de clientes”, explica Fernández, antes de despachar a la sevillana. Pero 44 años después de empujar su famoso carro por las playas sanluqueñas, Fernández no conocerá a una cuarta en activo. Le queda lo que a agosto por acabar en la pastelería que heredó de su padre y que ahora continúa en manos de su sobrina, Esperanza Jurado.
La simple mención del nombre de Pampín sumerge a los sanluqueños en una reivindicación de su patria chica. Comprar un dulce de esta firma en la playa es, para muchos, ese particular evento canónico que evoca verano. “Está íntimamente ligado a mis recuerdos de infancia”, cuenta Mila Rodríguez, una sanluqueña que vive desde hace más de una década en Barcelona. Para Rodríguez, la asociación de las meriendas de verano en la playa de su niñez es directa: “Recuerdo de ir a buscarla de la mano, luego era yo la que llevaba a mi hermano. Tengo la imagen grabada de que el carrito me llegase por la frente, alguien me tenía que subir para ver y decir quiero ese. Fue también mi primer momento de independencia económica, cuando me acercaba con la monedita a pagar. Tengo el recuerdo de ir creciendo verano a verano”. Y este verano, que ha bajado de vacaciones con sus padres durante el mes de agosto, lo ha vuelto a revivir: “Suelo bajar por las mañanas, pero la tarde que bajé me pillé un dulcecito por la nostalgia”.
La idea de vender en la playa surgió de la propia necesidad de Antonio Fernández, su hermano Agustín y su cuñado Lete allá por el año 1980. “Trabajábamos medio día en el obrador y nos surgió la idea de ganarnos un jornalito extra”, apunta Fernández, único ideólogo ya en activo. Así que los tres se lanzaron a vender cajas de dulces por los bloques de pisos, canasto al ristre. De entrada descartaron ir a la playa, sabedores de que estaba perseguido, pero al final se lanzaron a la arena, hartos de que sus clientes se les quejasen de que tenían que subirse desde el arenal solo para comprarles. “Todo esto [explica Fernández mientras extiende la mano en la zona de playa de La Calzada] eran casetas, íbamos con nuestras cajitas de una en otra y funcionó”.
La legalización de los carritos
Pero Fernández y sus familiares sabían que estaban realizando una actividad prohibida, como lo sigue siendo en la mayor parte de las playas gaditanas y andaluzas. Fueron cinco años de tensiones y carreras, hasta que el Ayuntamiento de Sanlúcar atendió a la petición de Fernández y legalizó la actividad. Fue ahí cuando el pastelero se equipó con el mismo sencillo carrito de hierro y aluminio entoldado que todavía hoy empuja y que ahora cederá a su sobrino Abraham Rodríguez, nieto de Lete. “Lo estoy encajando en el sitio, se tiene que incrustar en el sitio, aunque lo más importante es que le guste”, apunta el pastelero. Y Rodríguez a su lado asiente entre risas: “Esto es más fresquito que estar en el obrador”.
En total, Pampín tiene hasta seis carros de venta en Sanlúcar y tres más en Chipiona, todos ellos con licencia legal expedida por ambos ayuntamientos, para comercializar sus pasteles en horario de 16.00 a 20.00. “El tiempo que tarde en vaciarse el carrito”, explica Fernández. Parte de los tenderetes los gestiona directamente con trabajadores de la firma —como Fernández o su hijo, que también continúa en el negocio— y otros con vendedores autónomos, también equipados con carros a los que vende sus dulces. “Solo una playa es capaz de vender 2.000 dulces, a eso tienes que meterle lo que vendemos en tienda”, apunta Jurado. Pese al incremento de la venta ambulante en la playa de los últimos años, la firma ha intentado persuadir a más ayuntamientos de Cádiz y Málaga para que autoricen la venta de dulces en sus arenales, pero no lo han conseguido, según aseguran. “Hay gente que aún así los venden, se tiran y se arriesgan porque necesitan el dinero”, explica Jurado, en referencia a los vendedores de pasteles que suelen verse en otros puntos de la costa gaditana.
Más típico que campanita de los dulces de Pampín por las playas de Sanlúcar 😍 pic.twitter.com/DbDgVGB9FD
— Jesús A. Cañas (@jesusccarrillo) August 28, 2024
En el obrador de Pampín el ritmo de trabajo en estos días es frenético. Sus siete empleados trabajan en turnos de mañana y tarde. “Los hornos están siempre encendidos”, apunta la dueña. En invierno, el ritmo desciende, pero sobreviven gracias a la fama que les da la venta veraniega en la playa. “Mis clientes de invierno no los cambio por nada porque tú no vives del forastero”, defiende Jurado. De hecho, la pastelería lleva a gala tirar del recetario de dulces que ideó su abuelo y padre de Fernández: cuñas y cañas de chocolate o palmeras, a las que han incorporado nuevas creaciones como cruasanes cubiertos de crema Kinder Bueno. Pero la auténtica reina es la carmela, un bollo relleno de crema y espolvoreado de azúcar glass, ideado en Jerez a principios del siglo XX en la confitería La Rosa de Oro. “Es la misma fórmula de mi abuelo, con innovaciones. Estos son dulces de batalla, aquí no hay nada de pitiminí”, tercia divertida Jurado. Y todos tienen el mismo precio: dos euros.
Pasteles sin huevo ni leche
A pie de playa, Fernández también presume de sus pasteles: “Nunca hemos usado químicos, ni antimohos porque toda la venta es para el día”. Pero el verdadero secreto de Pampín para triunfar en la playa es que todas sus recetas eluden el huevo y la leche, para garantizar la perdurabilidad de los dulces fuera del frío. Eso facilita la venta ambulante y hace que los carros playeros ni siquiera necesiten refrigeración. De hecho, para el creador de la tradición la amenaza hoy en día es otra: “Antes la gente comía como si no hubiese un mañana. En Sanlúcar ni había gimnasios y ahora hay por lo menos 50. La gente se cuida y se lo piensa más para comprar”.
Caballero, de hecho, asegura estar a dieta, “pero para tres o cuatro días que vengo a la playa, compro”. La sevillana recuerda cuando, de niña, venía a ese mismo arenal con su padre ya fallecido. Ahí comenzó el ritual de Pampín que mantiene vivo y que ha transmitido a sus hijos. Así que Caballero pega un respingo cuando se entera de que Fernández se jubila, después de 51 años de trabajo, 44 de ellos en la playa. “No te preocupes, que seguiré viniendo a dar una vuelta por aquí a ver qué tal lo hacen”, le tranquiliza el pastelero, que ya sueña en arrancar el Toyota que se ha comprado recientemente y que todavía asegura ni haber estrenado para hacer una ruta de vacaciones por España. “Han sido años de trabajar en verano los siete días de la semana, de la mañana a la tarde. Me he perdido demasiadas cosas”, tercia antes de zambullirse en uno de sus últimos días entre las sombrillas.
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