El poder de decir basta en MasterChef
El miércoles vimos, en horario de máxima audiencia, a alguien apostar por sí mismo, anteponer su bienestar y su salud mental, antes que seguir con su participación en un concurso
El pasado miércoles por la noche, en MasterChef, Tamara se alzó como un imperio y dijo “no”.
Dijo que se iba, que abandonaba el programa, que, como Julieta Venegas, “qué lástima, pero adiós”, y lo hizo exponiendo sus motivos educada y ordenadamente, disculpándose con sus compañeros y aclarando a cada momento que se dirigía a los miembros del jurado con respeto: “No estoy bien. Perdonadme, pero es más importante que esté bien yo que decepcionaros a vosotros. Con todo el cariño del mundo”.
El miércoles vimos, en horario de máxima audiencia, a alguien apostar por sí mismo, anteponer su bienestar y su salud mental, antes que seguir con su participación en un concurso. Porque, en realidad, se trata de eso. La concursante deja de participar en un programa de televisión. No se fuga de una prisión. No deja a un paciente a medio coser en una mesa de quirófano. No sigue conduciendo tras un atropello. No abandona ninguna causa noble. Dice que no a un trabajo, a una situación en la que accedió a participar sin haberla vivido previamente, y lo hace para seguir con su vida, sin dañar a nadie, para no seguir dañándose a sí misma.
No, priorizar el bienestar emocional sobre los ritmos de vida frenéticos no es egoísmo, sino una decisión valiente.
— Mónica García (@Monica_Garcia_G) April 25, 2024
Nuestro compromiso con la salud mental implica abordar las causas que hacen que la vida duela. No queremos una sociedad dopada con cafeína y ansiolíticos. pic.twitter.com/dxuFNEcBfh
La respuesta de los presentadores y jueces del programa, las caras visibles y adalides de los valores del espectáculo que la televisión pública coloca en un lugar privilegiado de la parrilla, y que nos hemos dado entre todos por el módico precio pagado a base de impuestos de 592.800 euros, que es lo que cuesta una sola de las galas de esta edición del show, fue un “le has quitado la oportunidad a gente, claro que sí” con sorna, de parte de un Jordi Cruz —mirada intensa, mandíbulas prietas— en modo mascarón de proa.
El chef hace poco se proclamaba, en una entrevista en este mismo diario, “un poco más madurito, más coherente, más sensato”, y se preguntaba, apesadumbrado, por qué nadie le pregunta cómo está después de haber perdido una estrella Michelin. Él sabe, así lo dice, que “la gente no trabaja bien si no le das cariño”, así que yo te lo pregunto, Jordi, ¿Cómo estás?
Entiendo que, en la vorágine de la obsesión, en ese estado de galope perpetuo, maníaco y obcecante, puedas haber llegado a identificar tu valía como ser humano con los trofeos ganados en la competición gastronómica de la élite. Tú mismo nos explicas que tu psicólogo te ha recetado parar, por tu bien, por tu salud mental y física. A él te encomiendo, que tiene más autoridad que yo.
No soy muy dada a esoterismos ni farándulas, pero creo que Krishnamurti estuvo acertado al afirmar que “no es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”. MasterChef está enfermo, Jordi. El viejo sistema de restauración que emula y enaltece este show, como un holograma, está corroído por la peste de la autoimportancia, el mal de Narciso. La verdad es que nada de lo que resulte del trabajo en ese plató o en alguna de las cocinas de la élite que ese programa pretende mimetizar tiene importancia suficiente como para justificar no ya tratar a otro ser humano con desprecio, sino enaltecer ese comportamiento en vez de sentir la necesidad de pedir disculpas por ello.
Ya se lo dijo María del Monte a Jordi, a su paso por este mismo programa: “No es necesario tener todo el día la cara del fiscal de Morena clara para hablarle a la gente”. Y es que, además, esto va de algo que, aunque sea tangencialmente, pretende tener algo que ver con cocinar, con eso de juntar cosas y calentarlas y enfriarlas al unísono, con más o menos complicación. Cocinar es eso, Jordi, y cocinar con estrella Michelin no deja de ser cocinar complicado para entretener el paladar de los ricos. No es más que un divertimento. No es salvar vidas.
Si de lo que se trata es de imprimir a los concursantes o a los aspirantes a trabajadores de las cocinas de éxito la cultura del esfuerzo, ¿qué pasa entonces con los jefes que sí se esfuerzan en ser buenos jefes? Porque ser desagradable es el camino inmaduro, rápido y fácil, Jordi. Defender el despotismo como modus operandi es pueril. ¿Qué hay de tu esfuerzo en crecer como líder y ser capaz de inspirar como lo hacen otros? Hay trabajo y esfuerzo a dedicar por ahí, para predicar con el ejemplo, digo, a la hora de aleccionar.
Samantha Vallejo-Nájera, en su reacción despechada y con retintín a las palabras de Tamara, proclama la enfermedad que os carcome: “Sí. Ya nos dijiste una vez que lo primero era tu bienestar, luego el de tu madre, luego el de tu marido y luego el de tu hijo de dos años”. Por supuesto, Samantha. ¿En qué mundo sano crees que deberías ser más importante tú, o un show, que la salud, o la madre, o el hijo de dos años de nadie?
Con sus palabras finales, “muy bien. Chao. Su delantal. Su puerta”. “Continuamos. Aquí no ha pasado absolutamente nada”, Jordi Cruz se marca una personificación espléndida de Bernarda Alba en la escena final de la obra, la más refinada destilación de la figura autoritaria, dominante, violenta, intransigente, clasista e hipócrita que ha dado la literatura española.
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