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Columna
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Por qué las mandarinas de hoy son más valiosas que nunca

Las semillas de naranjas y mandarinas son relativamente sencillas de retirar de la fruta, y fáciles de hacer germinar, sea para plantar en el jardín o en el patio y tener buena sombra y cítricos al cabo de diez años

Mandarinas
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

El Pantone Color Institute ha dictaminado que el color del año, este 2024, sea 13-1023 Peach Fuzz, un tono entre anaranjado y rosado, propio de los melocotones suaves y aterciopelados que aparecen en las series de dibujos animados y “cuyo espíritu enriquece la mente, el cuerpo y el alma; una tonalidad que expresa el deseo innato de cercanía y conexión, un color que rebosa calidez y elegancia moderna”, en palabras de Leatrice Eiseman, directora ejecutiva de la organización. Nunca el bosque había sido de este color, hasta hoy.

Vivo a orillas del pantano de Sau, el embalse que abastece de agua el área metropolitana de Barcelona, Girona y la Costa Brava, y que hoy está a un 6′38% de capacidad. Buzos e ingenieros trabajan para que ni una gota de esa agua atraviese el muro de contención de siete metros de grosor que, injertado sobre bancales de roca granítica, está preparado para soportar la presión del caudal de 177 millones de metros cúbicos que puede contener la charca. Los barceloneses no lo saben, pero si hoy esos lodos del fondo, hechos de pescado putrefacto y de incontables marranadas antiguas y nuevas que las aguas del río Ter han arrastrado desde tiempos inmemoriales de la industria papelera, de la textil, de las antiguas peleterías, de cuándo no había ni tantas normativas ni tantas depuradoras, de los mataderos y de las granjas industriales, lograsen atravesar las compuertas, arrastrarían consigo tal peste que dejaría la capital sin agua potable durante décadas.

Hace más de tres años que no llueve en condiciones. Cuando lo hace, míseramente y a desgana, el sol y el viento secan la tierra a las pocas horas. Hoy, la mitad de los robles y los pinos que bordean la carretera de 20 minutos de curvas que va de mi casa al pueblo más cercano, en vez de sostener un verde robusto y perenne, se visten de 13-1023 Peach Fuzz, el color tanto de los melocotones suaves y aterciopelados, como del pasado; el de las fotografías antiguas, un color sepia muerte, rosáceo, que huele a polvo. Da miedo. Por esta misma carretera suben, desde el inicio del pasado verano, camiones cisterna con agua de boca para aquellos vecinos de la zona que, hasta ahora, han bebido directamente del pantano —en la ciudad y en las zonas turísticas aún no han aplicado restricciones—. Aquí hemos asumido que no lloverá nunca más.

Una de las cosas buenas que tiene la sequía —habrá que irle viendo el lado positivo al asunto— es que nos ha regalado frutas de sabor excepcional. Melocotones y albaricoques, este verano, han sido menudos, pero suculentos. Este invierno, naranjas, limones y mandarinas han llegado al mercado más pequeños, y con un sabor concentrado, acaramelado y untuoso, persistente, fabuloso, por estar disuelto en menos agua de lo que es habitual.

Cada mandarina y cada naranja, hoy, es más valiosa de lo que nunca lo fue; viene preñada de nuestro bien más escaso, y de un millón de posibilidades de futuro, transmutadas en esas pequeñas pepitas que despiertan un odio furibundo en aquellas personas que les tienen asco. Esta de las semillas de mandarina o de naranja es una fobia bien curiosa; en casa, mi padre era capaz de vomitar al encontrarse con una en la boca. Pues bien, las semillas de naranjas y mandarinas son relativamente sencillas de retirar de la fruta, y fáciles de hacer germinar, sea para plantar en el jardín o en el patio y tener buena sombra y cítricos al cabo de diez años, sea para añadir chispazos con sabor a pasto fresco y a naranja a cualquier ensalada.

Es necesario seleccionar y limpiar bien las semillas. Hay que escoger no sólo las de la mejor fruta, sino las más regordetas y enteras, sin rastro de manchas, marcas, abolladuras, roturas, decoloración u otras imperfecciones. Hay que enjuagarlas en un bol de agua limpia (que después reutilizaremos para regar las plantas o para fregar), y secarlas con un paño de algodón, para después volver a dejarlas sumergidas en agua 24 horas. Este remojo ablanda la cubierta dura de la semilla y despierta su germinación.

Ahora toca transportar las semillas a pequeñas macetas preparadas con tierra limpia y húmeda, depositarlas en agujeros hechos con el dedo a un centímetro de profundidad, y volver a cubrirlas. Es buena idea tapar las macetas con bolsitas de plástico, bien abombadas, sujetas con gomas de pollo —esas que todo el mundo tiene abandonadas en una esquina del primer cajón de la cocina, que es el de los cubiertos. Esto hace que los pequeños brotes de cítricos gocen de un ambiente plagado de gotitas de condensación. Hay que guardarlos en una habitación oscura y calentita.

Al cabo de siete días, las semillas habrán germinado y pequeñas hojas verdes asomarán en las macetas. Será momento de cortarlas suavemente con los dedos y de colocarlas en la ensalada, o de confiar en que, en algún momento de los próximos diez años, llueva, darles unas semanas más de tiempo para que echen raíces, y trasplantarlas al jardín.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.

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