¿Por qué los niños son incómodos en los restaurantes?
He de confesar que nunca he sido muy amante de los niños, ya no me hacían mucha gracia ni cuando yo misma era una niña
Hasta hace poco, era habitual que muchos establecimientos de los llamados familiares, cadenas americanas y restaurantes de resorts obsequiaran a los niños en la entrada con un globo, que a menudo el mismo encargado les ataba a los pequeños a la muñeca. Este regalo servía para entretener a los críos durante un rato, por supuesto, pero tenía una segunda función que igual les sorprende: facilitar a los camareros conocer su ubicación en todo momento.
Cuando te desplazas con una bandeja cargada de platos y vasos llenos, todo lo que se alza a menos de metro veinte del suelo, a cinco metros a la redonda de ti, queda en tu ángulo muerto. Eso no es un problema cuando se trata de objetos inertes o de trayectoria previsible, como mesas y sillas, que, no sé si se habrán dado cuenta, en esta clase de restaurantes a veces están fijados al suelo de alguna manera. Pero sí es un tema crítico en el caso de los cachorros humanos, que no sólo se mueven, sino que suelen hacerlo de forma errática y sorpresiva. Un globo en una muñeca chiquitita funciona como una boya de fondeo e indica la presencia de un retoño. Para un camarero en su segunda semana de curro de verano saliendo de la cocina con una bandeja cargada hasta los topes, la vista de un globo rojo acercándose a toda velocidad es lo que para Hooper en Tiburón ver una ristra de barriles amarillos aproximarse al barco a toda leche. Sin el globo, la catástrofe es inevitable. Gracias al globo, hay cierto margen de maniobra.
Desde que ir a comer fuera regularmente se convirtió en algo al alcance de la mayoría, ¡cosa muy reciente!, los restaurantes han tenido que abordar el “problema niños”. Y es obvio que los niños no son un problema por el hecho de ser niños, sino porque están en proceso de inserción en el sistema de normas y consensos sociales que rige nuestras interacciones en la edad adulta y nos libra del caos y de los accidentes.
Muchos restaurantes decidieron prepararse expresamente y acogerles. Si se fijan, observarán que comparten trucos, recursos y astucias más o menos sutiles, todos orientados únicamente a minimizar el riesgo de colisión de esa infancia con la fluidez del servicio: el entretenimiento y la felicidad de los críos no son el objetivo, sino medios para un fin.
Eso de los globos ya está en peligro de extinción por cuestiones medioambientales, pero es habitual que a los pequeños les regalen juguetes, sets para colorear, manteles con pasatiempos impresos, o cuentos, para tratar de mantenerlos quietos en su sitio el máximo tiempo posible. Cuando eso falla, aparecen los payasos, los animales de granja en la parte trasera del restaurante, o los espacios anexos con toboganes, columpios o castillos hinchables. En este caso, no se trata de impedir que los niños se levanten de sus mesas, eso ya se ha dado por perdido, sino de mantenerlos dentro de un recinto controlado. De la costumbre de fijar mesas y sillas al suelo ya hemos hablado, pero no del objetivo secreto de la fórmula de menú infantil, que no es el de satisfacer a un paladar inmaduro, sino evitar al máximo una discusión o un berrinche en público. Las pajitas en los refrescos no son una cortesía, sino la única forma de poder beber algo de un vaso con tapa, esa forma sencilla de minimizar el riesgo de derrame de una bebida manipulada torpemente.
Al final, si quieren, podemos pensar que todos les debemos mucho a este tipo de establecimientos. Ellos son un entorno gastronómico seguro y controlado en el que los adultos del futuro pueden, con la intervención y el guiaje de sus padres, aprender a moverse y comportarse en cualquier otro restaurante sin provocar males mayores.
Cuando nos planteamos la cuestión de la admisión de niños en los restaurantes gastronómicos —debate que en época de vacaciones escolares salta siempre a la palestra—, ya de entrada estamos errando por metonimia, hacemos una falacia ad hominem o de falsa causa: lo que provoca incomodidad o estorbo por parte de los pequeños en los restaurantes no son ellos, sino su falta de educación, si fuese el caso, o el hecho de que estén en un contexto para el que aún no están preparados y que no está (ni tiene por qué estar) preparado para ellos. En ambos casos, la responsabilidad es de los adultos que los acompañan.
He de confesar que nunca he sido muy amante de los niños, ya no me hacían mucha gracia ni cuando yo misma era una niña. Me gusta el silencio, el orden y la música de fondo sólo cuando está extremadamente bajita, y a medida que he ido sumando años, habiendo visitado restaurantes de todo tipo y condición con mi hija, que ahora mismo tiene diez, me he dado cuenta de que los gritones, los cerdos, los mocosos, los cascarrabias, los impertinentes, los que se levantan a pasear entre plato y plato, los que rompen copas o vasos, los que establecen contacto físico violento con el personal de servicio... no han quedado todos atrás en el ámbito de la infancia, sino que siguen estando ahí, con veinte, con cuarenta y con sesenta primaveras.
Sólo veo una solución posible y definitiva al dilema de cada verano de si niños en los restaurantes, sí, o niños en los restaurantes, no, y es instaurar un examen universal de graduación gastro, una especie de control del nivel de educación en el saber comportarse, recibida por cada individuo, superado el cual uno obtuviera una suerte de certificado, de permiso de circulación libre por los restaurantes. Y no incluiría ningún tipo de requisito de edad.
En caso de suspenso, globito en la muñeca y al Foster’s.
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