Rosalía, ven a cocinar a casa, que a los que no les gustan las aceitunas no son de fiar
Cocinar tiene algo de lo que el mismo plato terminado carece: la capacidad de recordarte a ti misma que, en efecto, sigues teniendo cuerpo, aunque lo sientas como titilando, dolorido y semitransparente
¿Quieres venirte a comer a casa, Rosalía? Si te pasas temprano, cocinamos juntas. Hoy tengo un par de tomates buenísimos, herbáceos, rechonchos y maduros, que tengo pensado servir en un plato hondo, cortados a cachos grandes y aliñados con sal, aceite y ajo. Trincharlos a trozos demasiado pequeños o laminarlos sería un error fatal, que despojaría a esta fruta de la mitad de su capacidad para invocar el verano en la boca, eso es, sentirla chorrear jugosa al ser aplastada entre las mandíbulas. Sé que aún es pronto para los tomates en esplendor, sé que aún no han cogido ese rojo insolente cercano a la cereza, pero por lo que respecta a los tomates yo funciono como un perrete: al oír el tintineo del metal de la correa ya gozo del paseo que sé que está por venir. Los vi en el mercado y no me pude resistir. Los puedes ir cortando tú y, mientras, me cuentas.
Yo te escucharé, en silencio, mientras limpio los boquerones. No dan trabajo. Los he comprado, sin pensar, esta mañana. ¡Estaban tan frescos y tan bien de precio! En diez minutos estarán listos. Son de ese tamaño tan agradecido y tienen esa carne tan prieta y tersa que basta con estrujarles la cabeza y tirar ligeramente para que queden impecables.
Da igual si en algún momento te olvidas de que se supone que deberías estar cortando tomates. Yo no diré nada, abriré el cajón, sacaré otra puntilla, e iré repasando y cortando lo que tú dejes de lado. Si en algún momento se te va la mano y te llevas un trozo de tomate a la boca, sonreiré para mis adentros y celebraré esa pequeña victoria. A mí me pasa, que cuando algo me golpea en el estómago, pierdo el hambre enseguida.
Del fuego me encargaré yo, que para esto hay que estar bien despierto. Pondremos buen aceite a calentar, secaremos los boquerones para que el rebozado no quede pastoso, los enharinaremos y los freiremos apenas un par de minutos y, bien salpimentados, los llevaremos a la mesa en bandeja.
Para el postre, tengo preparados dos quilos de melocotones chiquitos y suculentos que compré el martes en la plaza, en el puesto de esa señora que trabaja una finca pequeña de su propiedad. Ella misma coge la fruta del árbol y, como una buena motomami, sólo la recolecta cuando está madura del todo, nunca antes. Es por eso que pasa semanas sin aparecer por el mercado, y puedes saber que está en algún lugar, escondida entre la muchedumbre, cargada de tesoros, antes de haberla visto: el olor que emanan sus melocotones la delatan. ¡Estuvimos de suerte!
Por la tarde, si quieres, nos podemos ir a Blanes, a la feria. Montaremos en los autochoques y en el tren de la bruja, dispararemos muy a conciencia en las casetas de tiro al palillo y compraremos algodón de azúcar, coco fresco en vaso, manzanas caramelizadas y almendras garrapiñadas: un montón de esa clase de fruslerías gastronómicas imprescindibles que comemos casi únicamente en ese contexto, que al final del día te hacen sentir medio enfermo, que raramente valen lo que cuestan, pero sin las cuales la experiencia de una tarde en la feria no es una experiencia completa. Cuando sea de noche, nos sentaremos en el murete que separa la playa del paseo marítimo a ver los fuegos artificiales.
Si no te apetece salir, nos podemos pasar la tarde juntas haciendo rosquillas. Nos pondremos delantales y la cosa irá de rajar, llorar y reír en compañía, amasando y enrollando círculos de pasta encima del mármol de la cocina en una neblina de harina y anís. Las veremos bailar en el aceite y llenaremos un barreño de ellas. Nos lo llevaremos al río, y nos pondremos finas comiéndonoslas con los pies en el agua fresca, hasta que nos hartemos de los mosquitos.
Es cierto que la comida puede ser reconfortante, que saborear ciertos platos puede transportarnos a lugares y tiempos en los que nos sentimos a salvo y en casa, pero cocinar, hacer algo con las manos, tiene algo de lo que el mismo plato terminado carece: la capacidad de recordarte a ti misma que, en efecto, sigues teniendo cuerpo, aunque lo sientas como titilando, dolorido y semitransparente.
Sentirse incapaz de moverse, demasiado cansada, derrotada, es humano, como lo es comerse frías las sobras de la pizza de la cena de la noche anterior para desayunar. Pero preparar algo que ya dominas, una receta sencilla que has cocinado antes un millón de veces, esa que sabes que te va a quedar bien, tiene el poder de hacerte sentir que, en efecto, sigues siendo quien eras, alguien competente y valioso, con independencia de lo que las voces dentro y fuera de la cabeza puedan opinar.
Yo, cuando me siento inquieta, intranquila, inútil; cuando me atasco, cuando no consigo avanzar y la cabeza me martiriza y me dice que “estoy perdiendo el tiempo”, cocino. Cuando estoy triste, floja, cuando tengo la garganta atascada de ganas de llorar, cocino. Corto cebolla y fuerzo el desahogo, si es necesario, y es cierto que hay días en los que me cuesta ponerme a ello, pero me resulta imposible sentir que ese sea tiempo sin sentido: al fin y al cabo, no solo tengo que comer para seguir viva, sino que al cocinarme me alzo y me proclamo digna de dedicarme tiempo y cuidados. Hacerlo en compañía multiplica el poder del hechizo, pero también vale para cuando lo haces sola.
Si quieres, vente a comer a casa, Rosalía. Si te pasas temprano, cocinamos juntas. Gracias por venir a confirmar algo que muchos sospechábamos desde hace tiempo: que las personas a las que no les gustan las aceitunas no son de fiar.
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