La cocina tradicional no existe, son los padres
En la olla en la que guisemos nuestra cena esta noche estarán nuestros valores, nuestros ideales y nuestra visión de quiénes somos. No es banal sentir el abrazo de una madre en el plato de sus lentejas
Es curioso como a lo poco que una se lanza a hablar con entusiasmo de cocina tradicional se la tilda enseguida de anticuada, reaccionaria o retrógrada, con toda la carga de valor negativa que contienen estos adjetivos. Como si lo pasado, por ser pasado, fuese algo de lo que avergonzarse. Como si hubiera forma de describir o evocar un abrazo que no fuese después de haberlo vivido; como si el ser humano no brotase como una seta, injertado en un rizoma cultural, una magnífica red de infinitos filamentos finísimos entrelazados y subyacentes, ese conjunto de normas y consensos que rigen y organizan a los miembros de un grupo frente a otros miembros y frente al mundo, y que existen desde bien antes de su aparición como individuo. Como si no naciéramos ya todos preñados, desde el minuto cero de la misma existencia del nosotros como especie o como cultura particular, de sed de pertenecer. Como si la primera palabra que pronunciásemos no fuese mamá, fusión primigenia de esa primera pertenencia, de esos primeros brazos que sostienen, con el primer alimento. Como si fuera posible saber quiénes somos sin preguntarnos de dónde venimos. Como si hubiese forma de experimentar la vivencia humana en plenitud, sin mirar atrás, huyendo.
La cocina tradicional no existe, son los padres, digo, y elijo la palabra tradicional, con intención de ser precisa, de troquelar este concepto y separarlo del de cocina popular, que incluye un factor de clase y comprende aquella cocina que practica y come el pueblo, en oposición a la que comen las clases altas; y de lo que llamamos cocina casera, que se define sobre la base de la dimensión espacial, que es la que se prepara y se sirve en los hogares, y que puede no tener nada que ver con la que se consume fuera de casa.
Tanto la cocina casera como la popular funcionan como conceptos relativamente estáticos. En un momento dado, tanto la una como la otra ofrecen una fotografía del estado del asunto en una zona concreta y en un momento determinado. La cocina tradicional, en cambio, se mueve, y lo hace, por definición, viajando a través del tiempo: es aquella que se traslada de generación en generación, que pasa de padres a hijos.
Recuperando el mítico discurso de Steve Jobs en la Universidad de Stanford en 2005, donde el fundador de Apple describe los acontecimientos vitales como puntos dibujados en un folio que, al unirse pintando líneas entre ellos con un lápiz, forman una imagen con significado, solo es posible dibujar la cocina tradicional uniendo los puntos hacia atrás en el tiempo. El dibujo de la identidad siempre aparece en pasado.
Esta visión de la cocina como expresión de identidad y de pertenencia no es gratuita ni azarosa, de acuerdo con figuras de la antropología social y cultural de la talla de Lévi-Strauss y Roger Kessing, la cocina es una de las muchas invocaciones en la realidad cotidiana de los mundos teóricos y simbólicos, de ese conjunto de significados e ideales compartidos por un grupo cultural, como pueden ser los ritos funerarios, las peleas de gallos, las vestimentas o las canciones. Nuestros valores, nuestros principios, nuestras leyes y modos de relacionarnos con el entorno y con nuestros semejantes, nuestra forma concreta de ver el mundo, se manifiestan y florecen en forma física en todas nuestras acciones cotidianas. Una de las más importantes, junto con el lenguaje, es la cocina, con esa capacidad suya de hacer tangible lo abstracto.
No es banal sentir el abrazo de mamá en un plato de sus lentejas. Escribe Laurie Colwin en su Una escritora en la cocina (Libros del Asteroide): “Hace ya mucho tiempo que me di cuenta de que cuando estamos cansados y hambrientos —o sea, prácticamente a todas horas en la edad adulta— no nos apetece enfrentarnos a una comida que suponga un desafío intelectual. Lo que buscamos es consuelo. Cuando la vida se pone cuesta arriba y el día ha sido largo, la cena ideal no se compone de cuatro pasos impecables, cada uno sobre un lecho de salsa cuyos deleitosos sabores encarnan algo nuevo e insólito, sino más bien de un plato reconfortante y sabroso, fácil de digerir; algo que nos haga sentir protegidos, aunque solo sea durante un par de minutos. Una comida de cinco estrellas es lo que apetece cuando el animal humano está descansado y tiene la cartera llena, pero poco ayuda al alma lacerada que se sentiría mucho mejor con un cuenco grande de sopa casera”.
Somos puntos dibujados en el folio de vida de todos aquellos que vendrán después de nosotros. Seremos parte del dibujo que pinten sus lápices cuando se paren a observar de dónde vienen, en busca de sentido. Nuestra cocina contemporánea, esto que comemos hoy, será su cocina tradicional. Somos el nexo de unión entre lo que recibimos y lo que entregamos, y puesto que en la olla en la que guisemos nuestra cena esta noche estarán nuestros valores, nuestros ideales y nuestra visión de quiénes somos —nuestra historia y nuestra cultura—, convirtámoslo en un abrazo cálido. No conozco a nadie que no lo necesite.
Feliz día de la madre.
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