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La memoria del sabor
Columna
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La cocina en la mesa del hambre

Una parte nada desdeñable de la segunda ciudad más cara de Latinoamérica vive con una comida al día, y la historia se repite en toda la región, no importa donde mires

Un hombre camina por el centro de Lima, capital de Perú, el pasado 14 de junio.
Un hombre camina por el centro de Lima, capital de Perú, el pasado 14 de junio.Rodrigo Abd (AP)

Lima vive la que podría ser su última semana de confinamiento administrando las ausencias, que no son ni mucho menos las mismas. Unos, que son los restaurantes, todavía embarcados en el reparto a domicilio, persiguen a un cliente que se prodiga menos de lo que esperaban, los otros, que vienen a ser una parte cada vez mayor de la ciudad, dedican su tiempo a buscar comida. En un mundo ideal serían caminos obligados a cruzarse, pero no es el caso. El hambre, que siempre fue compañero de viaje del despertar gastronómico latinoamericano, se muestra hoy con una intensidad que pensamos haber dejado atrás. Las cifras que recibimos ponen al descubierto la magnitud de lo que se está viviendo: entre febrero y mayo, la Lima metropolitana –Lima y El Callao; alrededor de 11 millones de habitantes– ha perdido 2,3 millones de empleos, prácticamente la mitad de su fuerza de trabajo. Es la misma Lima que el informe anual de la consultora Mercer sitúa en segundo lugar, detrás de Montevideo, entre las ciudades más caras para vivir de Sudamérica, y la capital de un país en el que, según cifras oficiales, el 20.5% de la población vivía hace un año por debajo del umbral de la pobreza. Las proyecciones estiman que llegará al 30.5% para finales de año. Cuando el hambre sobrevuela la vida de una ciudad el espacio vital del restaurante se reduce al mínimo; cada negocio que se quede en el camino abrirá un poco más la brecha del desempleo y la pobreza. Desde trincheras y perspectivas diferentes, todos viven la pelea por la supervivencia.

No es fácil hablar de cocina en un país que pasa hambre. Se lo escuché a Juan Mari Arzak cuando coincidimos en Lima durante su primera visita a Perú, hace 11 o 12 años, y es el momento de recordarla. Es importante pararse a pensar en las otras caras de la comida, un acto casi reflejo nacido para satisfacer la necesidad más básica de todas, que algunos hemos convertido en un acto lúdico, cuando no hedonista, otros tienen como una demostración de poder, para unos cuantos más es el punto de partida de un deseo incumplido y que una parte creciente de la sociedad sitúa en el centro del descomunal enigma del hambre. De una forma u otra la cocina encarna hoy un acto de carácter extraordinario. Lo es más que nunca en los comedores populares que salpican los distritos más humildes de Lima. Solo en Comas, un barrio periférico del norte de la ciudad, son 433 y atienden cada día a 36.000 personas; aseguran que la demanda se ha cuadruplicado en los dos últimos meses. Las ollas comunes prosperan espontáneamente en vecindarios a los que ni siquiera llega el comedor popular, en los que la cena ha dejado de ser una costumbre y poco a poco se empieza a eliminar la variable del desayuno. Una parte nada desdeñable de la segunda ciudad más cara de la región vive con una comida al día, y la historia se repite en América Latina, no importa donde mires.

Vivimos un escenario estremecedor y fácilmente manipulable que suele abrir la puerta a la demagogia, aunque no tiene por qué ser así: la cocina, que siempre es un factor de desarrollo, también es un espacio solidario. Siempre hay una causa pendiente y hoy la prioritaria es asegurar la continuidad de los negocios, garantizando la dignidad de los empleos que generan y el respeto y el pago a los productores que a menudo proveen sus cocinas. No importa si estás en la sofisticada Europa –en España se anuncia ya el colapso de los bancos de alimentos– o en Sudamérica, una región formada por Estados vacíos, por lo general vaciados. Muchos cocineros participan en la tragedia que se vive en la calle, unas veces con la publicidad necesaria para mantener vivos entramados con la magnitud de World Central Kitchen, y otras en silencio, como ha hecho el Grupo Acurio en Lima, manteniendo simultáneamente las cocinas del centro de indigentes instalado en la plaza de toros de Acho –por una vez, vida en un espacio consagrado a la muerte–, el personal del Hospital Alcides Carrión dedicado a la covid-19 y el comedor popular de Pachacútec.

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