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Álvaro Gross, el artesano que huyó de la ciudad para crear zapatos como en el siglo pasado

El malagueño dejó el ajetreo de Marbella para mudarse al tranquilo pueblo de Genalguacil, donde fabrica mocasines, sandalias o botines a base de cuero y fibras naturales. Termina cuatro o cinco pares al mes, sus precios pueden alcanzar los mil euros y hay lista de espera para adquirirlos

El zapatero artesano Álvaro Gross en su pequeño taller de Genalguacil, localidad malagueña que a penas cuenta con 500 habitantes.
El zapatero artesano Álvaro Gross en su pequeño taller de Genalguacil, localidad malagueña que a penas cuenta con 500 habitantes.Garcia-Santos
Nacho Sánchez

En el taller hay decenas de cuchillas, un puñado de máquinas del siglo XIX, patrones de papel, herramientas de nombres imposibles y una buena colección de bobinas de hilo. La fragancia del cuero inunda los apenas 20 metros cuadrados escondidos en una calle sin salida del municipio de Genalguacil (Málaga, 413 habitantes). En el umbral de la puerta hay un azulejo con el dibujo de un hombre con un martillo y unos zapatos en la mano que lo dejan claro: aquí trabaja el zapatero del pueblo. Y no es uno cualquiera. Es un artesano que ejecuta con sus manos los casi 300 pasos necesarios para elaborar pares únicos. Camino de cumplir 50 años, Álvaro Gross ha encontrado en este municipio blanco de la Serranía de Ronda un mundo hecho a su medida. “No hay un sitio como este”, asegura quien puede fabricar mocasines, botines, botas, sandalias o zapatos clásicos que duran toda la vida y compran clientes de medio planeta.

Las interminables curvas de la carretera recuerdan por qué Genalguacil es uno de esos pueblos que parece inalterable al paso del tiempo. Da igual subir por Sierra Bermeja que bajar desde Ronda: no hay una simple recta en todo el trayecto. “¿Es muy loco, verdad?”, recalca Gross mientras abre la cápsula del tiempo que es el lugar donde trabaja desde primavera de 2020. Su trayectoria vital para llegar a este destino también serpentea entre subidas y bajadas. Nació en Málaga y estudió para ejercer como creativo publicitario en Madrid, pero, tras dos años, decidió abandonar la profesión. A principios de siglo recorrió 8.000 kilómetros por España y Portugal para contactar con zapateros artesanos y montar una tienda en Marbella, que al principio no funcionó. Luego se surtió de un taller propio en Elda (Alicante) y el comercio arrancó. La crisis inmobiliaria de 2008 acabó con el negocio y se vio obligado a vender sus máquinas al peso. Después decidió formarse como zapatero y cuando todo volvía a ir bien, en 2017, le detectaron un tumor de 16 centímetros. Le dieron un 20% de posibilidades de supervivencia. Le operaron y la recuperación coincidió con el confinamiento. “Allí, en el silencio más absoluto, tirado en el sofá, me di cuenta de que no soportaba más la ciudad. Y me dije: ‘Hoy cambio de vida”, recuerda.

Su ilusión era mudarse a Vejer de la Frontera, pero las restricciones sanitarias le impedían cruzar de provincia hasta Cádiz. Un amigo le habló de Genalguacil y le dio el contacto del alcalde, Miguel Ángel Herrera. Quedó con él tres días más tarde y alucinó mientras atravesaba la carretera que se adentra en Sierra Bermeja, paraje natural que entonces no había sufrido el gran incendio que arrasó 10.000 hectáreas en 2021. “Flipé”, rememora. El regidor le enseñó una casa y Gross supo que había dado con lo que buscaba: “No quise ver ninguna más, me la quedé”. Vendió su vivienda de Marbella, dijo adiós a 15 años de su vida y se mudó. Hoy Gross es el zapatero del pueblo. Hace los arreglos que le piden sus vecinos, la mayoría mediante trueque: un puñado de verduras del huerto, una docena de huevos recién puestos, fruta de temporada. “¿Hay algo mejor?”, se pregunta con una sonrisa que le cruza de mejilla a mejilla.

Álvaro Gross ejecuta con sus manos los casi 300 pasos necesarios para elaborar zapatos únicos.
Álvaro Gross ejecuta con sus manos los casi 300 pasos necesarios para elaborar zapatos únicos.García-Santos

Entre la enfermedad y la mudanza, Gross perdió alguno de sus antiguos compradores. Sin embargo, pronto recuperó otros y ganó nuevos entre los visitantes de Genalguacil, donde hay un Museo de Arte Contemporáneo y decenas de piezas artísticas por las calles gracias a los encuentros de arte que se celebran desde 1994. “La mayoría de quienes compran son extranjeros: valoran mucho más la artesanía”, explica.

Con el delantal puesto y una cruz colgando del cuello, observarlo trabajar en su pequeño taller es como asistir a una escena del pasado en directo. Todas sus herramientas son antiguas y las viejas máquinas que utiliza —fabricadas en Alemania, Francia o Estados Unidos— rondan los 100 años de antigüedad, con la excepción de alguna que se remonta al siglo XIX. Con ellas hace zapatos —unos cuatro o cinco al mes— que cumplen de sobra el manifiesto que el diseñador alemán Dieter Rams publicó en los años setenta: utilidad, innovación, estética, sostenibilidad y honestidad.

Detalle de las plantillas del artesano Álvaro Gross.
Detalle de las plantillas del artesano Álvaro Gross.García-Santos

Un proceso de 300 pasos

Gross toma 11 medidas a los pies de cada cliente, para lo que a veces se desplaza a ciudades como Marbella, Madrid o Sevilla, aunque muchos de sus compradores prefieren acudir a Genalguacil en persona. Luego arranca un proceso cercano a los 300 pasos para fabricar cada zapato. Ejerce de hombre orquesta porque aglutina todas las especialidades que hay alrededor de un calzado artesano: cortador de patrones, aparador, rebajador, montador o pulido final. De manera habitual utiliza piel de vaca curtida con productos naturales como corteza de árbol, quebranto, mimosa, aceite de oliva y cera de abeja, pero en ocasiones también usa cordobán, el cuero de la grupa del caballo. “Es mejor material, más duradero y también más caro”, explica mientras utiliza unas viejas cuchillas de madera y acero al carbono que llevan escrito en japonés el nombre de la familia que las fabricó. Los cordones están compuestos por fibras de cáñamo enceradas a las que también añade resina de pino. “Con un buen mantenimiento, estos pares duran toda la vida. Son zapatos para siempre”, dice Gross, para quien su trabajo es pura meditación: “Si no lo disfruto, lo dejo, me voy al río, veo a los vecinos o hago cualquier cosa y sigo más tarde”.

Casi toda su producción es de hombre, que es el trabajo que más le gusta y en el que se ha especializado, pero también recibe encargos para mujer. Zapato clásico, mocasines de invierno o verano y botines son los que más fabrica. También realiza sandalias, entre las que destaca un modelo a base de lino obtenido de sacos antiguos que adquiere en Francia. Los precios varían entre los 200 y los 600 euros —según el modelo— y, aunque alguno puede alcanzar los mil euros, la mayoría rondan entre 400 y 500. Todos están personalizados y cuentan con un sello del artesano bajo el talón, donde también se graban las iniciales del cliente. Algunos de sus trabajos los muestra en Instagram, una de las pocas formas de contactar con él. Para los encargos, eso sí, hay lista de espera: ya tiene trabajo hasta otoño. La paciencia de esperar por las cosas bien hechas.

Álvaro Gross en su taller de Genalguacil, a principios de agosto de 2024.
Álvaro Gross en su taller de Genalguacil, a principios de agosto de 2024.García-Santos

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