Sensaciones en un jardín: donde todo se templa y uno se hace humilde y curioso
La paciencia, la curiosidad y la pasión son las mejores compañeras para aprender del complejo mundo de la jardinería
Cuando los sonidos del entorno se vuelven ruido, bien sea por el vocerío y las discusiones, por el estruendo del tráfico y sus motores y bocinas, o por las obras en calles y edificios, no hay nada como meterse en un jardín. En él, todo se templa y calma, se aquieta hasta dejar en el olvido la desazón por las discordancias del día a día, del trabajo, de las relaciones, de la propia salud quebrada o lastimada. Si es el caso de que ese paseo vaya acompañado de una vibración distinta y feliz, porque la vida en ese momento sea armónica, aquella calma se vuelve entonces amplia satisfacción por disfrutar un día más de la belleza que regalan los entornos sencillos.
Bien sea en un parque urbano, en un coqueto jardincillo palaciego o en el propio jardín, los engranajes para bajar de revoluciones se ponen en marcha en cuanto se camina por alguno de esos verdes lugares, y se comienzan a percibir sensaciones y sentimientos cegados por la prisa cotidiana.
Quizás una de esas primeras sensaciones tenga que ver con el tiempo, que todo y a todos domina y doma. En un jardín, el tiempo es otro, porque se magnifica y ensancha, porque el jardín enseña que la escala es otra mayor en la que a menudo no se repara. Es posible entonces esperar varios años a que un árbol dé sus frutos, o a que genere una mínima sombra aceptable para aliviar del calor del verano. Tampoco importará que aquella especie no haya tenido la floración debida, porque al siguiente año dará mucha más, gracias a los cuidados extraordinarios que recibirá la planta. El tiempo se convierte en un aliado, porque lo que se desea es ver crecer, paso a paso, aquella pequeña mata hasta conseguir un gran arbusto; con cada nueva yema brotada, con cada nueva crecida, el corazón dará un respingo de alegría, en plena sincronización con el reloj de las estaciones. Este paso de las estaciones también se unirá a nosotros, que recordaremos cómo estaba esa planta hace dos años, y lo mucho que ha cambiado. Y si alguna estación ha de ser la llegada final para la planta, el recuerdo de su belleza seguirá nutriendo nuestro segundero.
La insignificancia es otra de las sensaciones que surgen, tanto bajo el árbol centenario como al lado de la minúscula hierba, capaz de crecer en la aparente miseria inane de los suelos estériles. Allí, una planta y otra, nos hacen sentir pequeños, por lo que son capaces de hacer, cada una en su magnitud, y se convierten en ejemplos a seguir. Ellas, las plantas, que han de hacer frente a todo sin poder cambiar de lugar, muestran que la adaptación es posible si se tiene la paciencia para sobrevivir y convertir las desventajas en motivos para crecer. Al pie de aquel árbol enorme también se suma la inquietud por saber más de su historia, por todo lo que habrá vivido, por todas las primaveras en las que habrán brotado nuevas hojas, retando al clima, al tiempo, a la historia, a la propia humanidad que en muchas ocasiones incluso le ha maltratado. Y otro sentimiento de futilidad ante las miserias humanas puede invadir al espectador, que apreciará que la misma vida, como la de ese árbol, es lo importante, y que todo lo material es lo accesorio. De igual forma, como se valora la vida propia y la de ese árbol, se debieran de valorar al resto de seres vivientes, necesitados todos de las mismas cosas.
Las maravillas del jardín hacen que nos sintamos incrédulos ante los procesos que en él se desarrollan. Uno de ellos sería, por ejemplo, cómo se produce la sincronía entre los distintos vegetales. Cuando los árboles dejen pasar la luz del sol a la tierra, porque han tirado sus hojas, brotarán nuevas hierbas, que florecerán a la par cuando suban un poco las temperaturas a finales del invierno. La incredulidad también surgirá cuando se sea consciente de que las plantas también utilizan a los animales en su propio beneficio, como hacen ciertas especies que alimentan a las hormigas a cambio de que estas las protejan de los enemigos, o a la polinización de sus flores por parte de abejas y mariposas.
En esa utilidad y ayuda entre especies de reinos distintos, también emergerá la sensación de la importancia del propio paseante. Sin su cuidado y cariño, el jardín se destroza por dar unas pisadas fuera de lugar, por quebrar indebidamente una rama, por permitir que un perrillo escarbe allá donde se asienta una flor. Con el simple paseo, la persona cuida del jardín al mantener la senda abierta, al apreciar lo que en él hay de hermoso y lo mucho que quiere disfrutar de ello en futuras ocasiones.
Entre estas visitas, el jardín instruye, muestra, comparte sus misterios, que desvela de poco en poco, para que lo aprendido pose bien, como con toda enseñanza transmitida con paciencia. Con ese sentimiento de lo mucho que queda por aprender del jardín y de las plantas, y de todo lo que se asocia con ellas, es con el que el jardinero afronta cada día, con humildad. La prepotencia y la autosuficiencia tampoco tienen cabida en el jardín cuando se adquiere la consciencia de esa humildad que debiera gobernar a la persona, y de saberse prescindible y necesitada de la ayuda de otros para llevar a cabo muchas de las tareas en el jardín. De ahí surge una tácita y honesta hermandad que se crea con las otras personas enamoradas del oficio jardinero, con las que se intercambian los descubrimientos, las inseguridades, los conocimientos, las dudas… sin darles una importancia mayor que el hacer partícipe al otro de lo poco que se sabe o de lo mucho que se ignora, y que, si hoy se acierta, mañana se yerra. Unido a esto último, también brotará la falta de ambición de considerarse importante y de sentar cátedra con cada opinión, y las miserias del ego se marchitarán, puesto que el camino que queda por recorrer es largo, y no siempre será en línea recta. La paciencia, la curiosidad o la pasión serán las mejores compañeras para aprender del complejo mundo de la jardinería.
Las sensaciones y sentimientos que provoca el jardín son toda una fuente de vida. Allí, como si se tratara de una piedra filosofal, todo se transforma en oro, o en algo mucho más valioso: la siguiente flor que se abra y su aroma, que se diluirá en el aire.
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