El histórico Campo Grande de Valladolid, una joya del romanticismo jardinero construido por y para reyes
Este parque de 11 hectáreas de la localidad más poblada de Castilla y León, cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XVIII, destaca por la variedad botánica y una particularidad: en la catalogación de sus árboles singulares añaden su valor económico, y algunos alcanzan los casi 200.000 euros
Valladolid cuenta con tanta historia a sus espaldas como muestran sus calles empedradas, en las que se suceden iglesias y palacios, plazas y blasones. Una ciudad que incluso ostentó ser la sede de la Corte, y que vio nacer a futuros reyes, como a Felipe II, que fue punto de encuentro de nobles y de personalidades religiosas. Así, Valladolid debería de contar con un jardín acorde a su abolengo, y he aquí el Campo Grande, el gran jardín vallisoletano, que inició su particular historia a finales del siglo XVIII. En aquellos primeros años, el arquitecto Francisco Valzanía trazó varias de sus calles con olmos (Ulmus minor) que delimitaban su perímetro, como reza uno de los paneles informativos a la entrada del jardín. Quien ha paseado esta ciudad en un día caluroso de verano sabe bien lo que es internarse en la arboleda que crece en este parque urbano, que acoge a cada persona con un abrazo fresco, que se ofrece como un bálsamo frente al sol castellano.
El origen del nombre de Campo Grande hay que buscarlo en el siglo XIV, cuando parece ser que se le denominaba Campo de la Verdad, por celebrarse allí fatídicos duelos. Nada más entrar en él, si se elige el amplio paseo del Príncipe, las copas de los plátanos de sombra (Platanus x hispanica) alivian del fuerte sol directo. Por el contrario, si se viene en los meses invernales que se avecinan sus ramas desnudas de hojas dejan pasar el sol, contrarrestando el frío propio de estos días. Antes, en las semanas otoñales, el jardín se pintará convenientemente de tonos dorados.
Este paseo del Príncipe es el único rectilíneo que se encuentra en el diseño del jardín, ya que el resto de los caminos son principalmente sinuosos, dando un carácter muy íntimo a todo el parque. De esta forma, cada curva se acompaña de su contracurva, y ambas se salpican con una infinidad de bancos que ofrecen reposo y sosiego. Tapizando la base de la arboleda y de las zonas de plantación se aprecian por doquier tallos y hojas de la hiedra (Hedera helix), que ofrece una cobertura perfecta del suelo tal y como también suele hacer en los bosques europeos donde crece este arbusto trepador, allá donde no encuentra árboles por los que ascender. Las hiedras cubren tan densamente el suelo en muchas zonas que es imposible ver la tierra desnuda, lo que genera un ambiente perfecto para mantener la humedad bajo sus hojas, así como una mayor riqueza de procesos biológicos. En general, aquí se la mantiene fuera de los troncos de los árboles, evitando que trepe sobre ellos.
En sus más de 11 hectáreas de superficie, el Campo Grande es un vivero de brinzales, pequeños arbolitos nacidos de las semillas de los árboles que allí habitan. Cientos y cientos de brinzales de ciruelos (Prunus domestica), de laureles (Laurus nobilis), de castaños de Indias (Aesculus hippocastanum), incluso de nogales (Juglans regia) o de falsos plátanos (Acer pseudoplatanus) crecen a la sombra de aquellos otros árboles maduros. Con ellos habría más que suficiente para repoblar los colegios y los descampados de toda la ciudad, como si el Campo Grande se convirtiera en un vivero de coste cero. Otra de las especies es la del aligustre del Japón (Ligustrum lucidum), arbolito adorado por las palomas y los mirlos en esta época más fría en la que maduran sus nutritivos frutos. Los mencionados castaños de Indias, junto a los plátanos, son los predominantes de este espacio verde, a los que se añade la sobriedad de los tejos (Taxus baccata) con sus verdes oscuros y sus hojas perennes.
Árboles y más árboles en el Campo Grande, entre los que también hay varias especies catalogadas como singulares en la ciudad de Valladolid. Una cosa curiosa es la iniciativa, llevada a cabo por el Ayuntamiento, de colocar en aquellos ejemplares unos carteles indicando sus medidas y su edad. Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero sí lo es la idea de añadir el valor económico del ejemplar. Está claro que, para algunas personas, eso será lo que más les haga lanzar algún sonido de admiración, más allá de la belleza intrínseca del árbol, su porte o su rareza dentro del catálogo florístico de la región. Entonces, por ejemplo, un pinsapo (Abies pinsapo) de un centenar de años y una treintena de metros de altura está tasado en 198.000 euros. Pero, como con tantas otras cosas importantes de la vida, el valor es incalculable. ¿Cómo se mesura la belleza y la majestuosidad de un árbol, así como todos los beneficios que aporta?
En los alrededores de la biblioteca de verano, del jardín y de la faisanera aparecen parterres delimitados con setos bajos de boj (Buxus sempervirens). En estas zonas de plantación se encuentran flores de temporada como los claveles turcos (Tagetes erecta) en verano y pensamientos (Viola x wittrockiana) u otras flores en invierno, de gauras (Gaura lindheimeri) y de lavandas (Lavandula angustifolia). En este mismo lugar, si se tiene buen ojo, se observan muchísimas violetas (Viola odorata), que en los primeros meses del año ambientarán el aire con su perfume delicado.
Para los amantes de la música, los cantos de los mirlos y de otras especies de aves serán la banda sonora de su paseo. Y, como diversión entre pieza y pieza musical de estas canoras, los saltos de las numerosas ardillas aderezarán el espectáculo, especialmente cuando se acerquen a comer de las manos de maravillados niños. No son los únicos animales que deambulan por allí, ya que los pavos reales y los cisnes —incluso con sus preciosas crías— se pasean con porte regio, como los auténticos dueños del lugar.
Este jardín, una joya del romanticismo jardinero, está hermanado de alguna forma con el Campo del Moro madrileño o el Parc de la Ciutadella barcelonés, pues los tres fueron creados por Ramón Oliva, jardinero catalán formado en Bélgica. En el Campo Grande fue asistido por su sobrino y futuro director de jardines de Valladolid, Francisco Sabadell.
Este estilo romántico se orna, como no podía ser de otra forma, con bellas fuentes, como la llamativa De la fama o la Del cisne. Pero el plano acuático alcanza su cumbre en el estanque, donde incluso antaño el ya fallecido y muy querido Luis Gallego Martín, llamado El Catarro, paseaba en barca a los niños. A la espalda del lago, una gruta artificial construida con estalactitas naturales —muy del gusto del siglo XIX— y su correspondiente cascada recrean la naturaleza más indómita y misteriosa junto con la salvaje y domesticada. Todas tienen cabida en el bello Campo Grande vallisoletano.
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