Un paseo por el Campo de San Francisco: el corazón verde de Oviedo en las huertas de un antiguo convento
Surtido de árboles ejemplares y con tantas sombras entreveradas de sol, caminar por los amplios paseos del parque o por sus senderos se convierte en un placer. Sin olvidar a la eterna Mafalda, que acompaña con su sonrisa las fotos de los visitantes
Se podría decir que cada ciudad tiene su corazón verde, un órgano que bombea oxígeno, calma y belleza. Podemos imaginar ese corazón fácilmente, haciendo correr el bienestar que genera por las arterias de asfalto, irrigando de clorofila verde la parte dura de los barrios. Sin el Central Park, Nueva York sería menos ciudad. Sin el Hyde Park, Londres estaría mohíno. Sin el Retiro, Madrid se volvería áspera y antipática. Cada metrópoli tiene su corazón de hojas, o debería, y en ello sí que no influye el tamaño, sino la función y el descanso que otorga a todas aquellas personas que se internan por sus sendas arboladas.
En esta ocasión, nos espera un camino fresco de tilos (Tilia tomentosa), tan frondosos que hasta se podría ver aparecer alguna de esas criaturas típicas de los bosques en plena ciudad. Es el Campo de San Francisco, en Oviedo, aunque se le llama indistintamente parque de San Francisco. “Lo de campo proviene de su origen”, recalca Rafael Suárez-Muñiz, doctor en Geografía. Este estudioso de los jardines, que ha sido Premio de Investigación Rosario Acuña este 2023 —un galardón que convoca anualmente IES Rosario de Acuña de Gijón— por su trabajo sobre Los jardines singulares de Asturias, recuerda que el lugar donde se asienta el San Francisco “eran campos de cultivo del antiguo monasterio de San Francisco desde el siglo XIII. Tenían tantísimas especies que lo convirtieron en un auténtico jardín botánico”.
Durante siglos, su labor con las plantaciones se mantuvo. “Y desde el siglo XVI incluso permitían que la gente accediera al jardín”, recuerda Suárez-Muñiz. “Ese jardín, con una traza geométrica formada por parterres delimitados por setos bajos de boj (Buxus sempervirens), se mantuvo como tal durante el siglo XIX y parte del XX”, prosigue este investigador. “Y el tercio oriental aún conserva arbolado de aquella época, con especies como el cedro del Atlas (Cedrus atlantica), el cedro del Himalaya (Cedrus deodara), la secuoya (Sequoia sempervirens) o el plátano de sombra (Platanus orientalis)”, finaliza Suárez-Muñiz. De hecho, uno de los plátanos del parque ha adoptado una forma de lo más velazqueña, al poseer un tronco que se asemeja a uno de los abultados vestidos que llevan las meninas en su famoso retrato de corte en el Museo del Prado.
El Campo de San Francisco está surtido de buenos árboles ejemplares, con algunos tejos (Taxus baccata) reseñables. El verde tan oscuro de sus hojas lineares contrasta con las pequeñas praderas por aquí y acullá llenas de chirivitas (Bellis perennis), que realzan la naturaleza de una especie arbórea que es capaz de cambiar de sexo. Pero esa es otra historia del tejo digna de ser contada aparte.
Puede que sea por el rico sustrato fértil que se lleva cultivando desde hace siglos en este lugar de huertas, o simplemente por la generosidad de la tierra asturiana y de su agua, por lo que los árboles alcanzan con facilidad tamaños considerables. Enfrente del edificio del Banco de España, que linda con el parque, crece una gran encina (Quercus ilex subsp. ilex) que denota que no tiene que hacer frente a la sed de las otras encinas (Quercus ilex subsp. ballota) de los campos de Castilla que alabara Antonio Machado en sus poemas.
No podían faltar magníficos magnolios (Magnolia grandiflora / Magnolia x soulangeana), una de las señas de identidad de las calles asturianas. Los arces blancos (Acer pseudoplatanus), también llamados falsos plátanos, despliegan sus ramas para sombrear los caminos cerca de las fuentes, porque el agua adorna y refresca varios rincones del jardín. Uno de ellos, el estanque de los Patos, saluda cada día a una de las muchas estatuas que ornan el parque. Pero esta es especial, porque en un banco permanece sentada, inmutable, la eterna Mafalda, que acompaña con su sonrisa las fotos de los visitantes.
Los arriates y macizos donde se plantan arbustivas y herbáceas se multiplican en cada frontal de las praderas, en cada pico y esquina que los céspedes ofrecen a los caminos. En estos lugares de plantación se han elegido especies tan llamativas como los acebos (Ilex aquifolium var.), naranjos mexicanos (Choisya ternata var.) o los arces japoneses (Acer palmatum var.) como plantas más grandes, a los que acompañan los agapantos (Agapanthus var.), bergenias (Bergenia var.) o heucheras (Heuchera var.). Estas últimas, coloreadas de los tonos verdosos, rojizos o amarillentos más variados imaginables, se convierten en flores con solo sus propias hojas. Con tantas sombras entreveradas de sol, caminar por los amplios paseos —como el del Bombé— o por sus senderos se convierte en un placer, también para distintas especies de helechos, que vegetan contentos y que regalan salud con tan solo mirarlos.
De aislar al parque del tráfico de las vías adyacentes —como la calle Uría— están al cargo más grandes árboles, como una alineación mixta de álamos (Populus sp.), plátanos (Platanus x hispanica) y de hayas púrpura (Fagus sylvatica ‘Atropurpurea’). Al pie de estos árboles de hojas rojas, un calendario hecho de césped se cambia cada día, para que avise puntual a los desprevenidos viandantes de la jornada en la que viven, caminando por encima de las huertas de un antiguo convento de esta bellísima ciudad.
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