En la selva de las minas malditas
Los grupos armados siembran de explosivos el territorio que se disputan en las zonas aisladas de Colombia, donde hay poca presencia del Estado. Los civiles pagan las consecuencias
En la selva de las minas malditas
En el lugar de las piernas había una enorme nada. La gente del pueblo vio esa ausencia evidente, ese hueco, en el hombre vestido de combatiente al que dos compañeros bajaban de la loma. Los uniformados caminaban por la selva cuando uno de ellos pisó una mina y saltó por los aires. Los hombres armados maldijeron a los lugareños por no haberles avisado de que los alrededores estaban sembrados de minas y les obligaron a transportar al herido hasta el río Atrato. A los pocos días aparecieron por allí los guerrilleros, del bando contrario, para regañarles por haber ayudado al combatiente mutilado: “¿Es que acaso ustedes son paracos?”. La pregunta escondía una amenaza de muerte. Los vecinos empacaron sus cosas, subieron los cerdos y las gallinas a las balsas y huyeron del pueblo, que se convirtió en el lugar fantasma de un día para otro. Recordando aquello, el equivalente para su pequeña comunidad a la invasión nazi de Polonia, llegan a una conclusión:
—Nosotros somos los jodidos.
Colombia firmó unos acuerdos de paz en 2016 que desmovilizaron a miles de combatientes de las FARC, la guerrilla más poderosa de ese entonces en América Latina. Sin embargo, el conflicto entre grupos armados continúa en sitios aislados del país donde la presencia del Estado es mínima. En este lugar, en la frontera entre las regiones de Antioquia y Chocó, las autodefensas gaitanistas, una facción criminal, y la guerrilla del ELN pelean por cada centímetro de selva. El control territorial supone disponer de los sembradíos de coca, la extorsión y los corredores del narcotráfico. Como financiar ejércitos no resulta nada barato, el choque resulta brutal.
El enfrentamiento entre los dos grupos ha dejado los caminos sembrados de minas, que han causado en el último año la muerte de 10 indígenas, gente que no tenía nada que ver, que pasaba por allí. Y de un número indeterminado de combatientes que, como el joven que se quedó sin piernas al accionar una sin querer, han podido morir. O quizá no. Los vecinos del pueblo lo transportaron hasta un lugar secreto, donde se perdió entre el follaje tropical.
Este viaje hacia esas comunidades más remotas que han quedado aisladas por los artefactos y el fuego cruzado arranca en Apartadó, en el Urabá. Los sistemas mecánicos que transportan racimos de bananas cruzan los campos como cicatrices de hierro. A medida que la camioneta suma kilómetros la presencia del estado administrativo se diluye y comienzan a aparecer por todas partes las tres letras de las autodefensas, AGC. Una caseta de cobro aparece en mitad de un camino de piedras y tierra. Un chico con gorra calada que cobra un dólar y medio por levantar la barrera expide un recibo, por si los visitantes lo quieren pasar como gasto.
El sol y la humedad no dan tregua. Durante décadas este lugar estuvo bajo el influjo de las FARC, en continua guerra con paramilitares y el Ejército colombiano. Aquí se libraron alguna de sus batallas más feroces y se produjeron matanzas masivas de civiles. Era un tiempo en el que la guerra era una forma de vida, no una excepción. Por la ventanilla pasan a toda velocidad aldeas abandonadas y a medio derruir, invadidas por la vegetación y algunos pájaros de mal agüero. Sus habitantes se marcharon para no regresar jamás. La desmovilización de las FARC dejó un vacío de poder que llenó otra guerrilla activa, la del ELN. Accedió en exclusiva a negocios como la minería y la tala ilegales. Las autodefensas, integradas por exparamilitares dedicados al narcotráfico, han entrado en escena para disputar el territorio y, poco a poco, han conseguido desplazarlos. Los guerrilleros riegan de explosivos los lugares que dejan atrás.
La carretera desemboca en un río de agua turbia. El lugar se llama Riosucio. La población, de mayoría afro, vive en casas de madera construidas a orillas del río. A partir de aquí el trayecto continúa en lancha. Las letras AGC vuelven a aparecer escritas en fachadas, techos y árboles en mitad de la nada. Tras cuatro horas río arriba aparece Murindó, que celebra estos días sus fiestas. Las reinas de la belleza bailan en la popa de barcos a vapor que cruzan el pueblo a ritmo de una música pegadiza. Los vecinos las vitorean desde tierra firme. Entre la multitud no es difícil distinguir muchachos con la mirada vacía, la gorra calada, una bandolera cruzándoles el pecho. Todo el mundo sabe quiénes son.
Allí, un sargento del Ejército colombiano —moreno, fornido, pelo a cepillo— sale al paso de los viajeros:
—Necesito saber para dónde van—interroga—. Queremos saber si llegan completicos.
Cinco horas de lancha después, el río se estrecha y hay que cruzar unos manglares. La oscuridad se adivina selva adentro, como si alguien hubiera apagado la luz. Dos jóvenes cruzan a bordo de una barca atestada de hojas de coca. De los árboles llegan silbidos de personas invisibles, indistinguibles tras la maleza. En lo alto de una loma aparece Isla, una aldea de indígenas emberas.
Sus 357 habitantes viven confinados. No pueden salir de los límites de su territorio. Lavan la ropa y los platos en una parte del río cercana a sus casas, pescan sardinas un poco más allá. Irse más lejos sería exponerse a saltar por los aires. Los pequeños cultivos que tienen tierra adentro, en una parte más alta de la sierra, han quedado abandonados. Los animales que podían cazar en este perímetro imaginario son escasos. Su propia actividad física se ha visto resentida. Alguien no acostumbrado a caminar por estos parajes puede completar unos 15 kilómetros en una jornada. Ellos, mujeres y hombres, unos 50. La inactividad les produce ansiedad. Los horrores de los que han sido testigos les martillean el cerebro.
Nadie olvida a Plinio Dogari, un muchacho de 13 años. Era fuerte, capaz de cargar sacos pesados y de soportar largas caminatas. Plinio estrenaba su faceta de adulto. En una ceremonia solemne recibió el chaleco y el bastón que lo acreditaba como un miembro más de la guardia indígena, una especie de policía local. Su aventura duró poco. El 28 de febrero cruzaba un barbecho cuando pisó una mina. Perdió la pierna derecha en el instante. La aldea se movilizó para trasladarlo a un hospital, a horas de distancia. Plinio se recupera ahora mismo en Apartadó, una ciudad más grande donde el hospital le queda a mano. El muñón, a la altura de la rodilla, todavía no le ha cicatrizado del todo, por lo que no puede colocarse una prótesis. Ha comenzado a ir en muletas al colegio. “Quería ser futbolista”, dice, señalándose el lugar donde debería estar su pie.
El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) cifra en 263 las víctimas de artefactos explosivos en Colombia durante 2021. El 59% son civiles. 17 murieron tras la explosión, el resto vivirá con consecuencias físicas y psicológicas durante el resto de su vida. La austriaca Bárbara Strasser, delegada del CICR, dialoga como ente neutral con los grupos armados para tratar de evitar daños en la población civil.
Esta, a menudo, queda en medio del fuego cruzado. “Nos amenazan”, se lamenta Ubellina, cocinera, pescadora y chamana de la comunidad. “Siempre hemos vivido aislados, pero ahora más, demasiado”, añade Ubadel, el médico. Una mañana, cuando comenzaron a cantar los gallos, el ruido de armamento pesado los sobresaltó. Las AGC, llamadas por el Gobierno el Clan del golfo, y los guerrilleros libraron un combate de tres horas, entre las seis y las nueve, en un monte pegado al pueblo. El gobernador, el título que tiene aquí el alcalde, se encargó de que los 357 vecinos se parapetaran en una pendiente. En otra ocasión, un pequeño contingente de paramilitares pasó la noche en la escuela. Por la mañana los despertó el ejército con una ración de plomo. El intercambio duró horas. Los militares liquidaron a uno de los jefes de la AGC. Su cadáver fue transportado en una camilla que cruzó la plaza principal de Isla. Nadie ha olvidado su rostro petrificado, sus ojos abiertos. Un helicóptero que esperaba en el campo de fútbol se llevó por el aire el cuerpo, como un trofeo. El techo de la escuela quedó agujereado, hasta hoy que nadie lo ha reparado. “Mataron también el tablero [la pizarra]”, advierte un vecino.
A ocho horas de navegación aquí, en Turriquitado, se adaptan a su nuevo entorno los vecinos del pueblo que tuvieron que huir tras provocar por accidente la ira de paramilitares y guerrilleros a la vez. Un señor, en una asamblea de vecinos, tiene algo que preguntarle a Strasser, del CICR:
—Los viejos están cansados. Temen que vengan otros hombres con armas y nos digan que nos tenemos que ir. ¿Nos puede asegurar que eso no va a pasar?
—No podemos reemplazar al Estado— responde ella con sinceridad—. No puedo asegurarle que eso no pueda volver a pasar, pero podemos tocar puertas y apoyarles. No les vamos a dejar solos.
Sus fronteras están plagadas de minas. Alirio es el mejor cazador. Hace unos meses, su perro, el Orejón, se internó en la selva detrás de algo que activó su instinto. Alirio intuyó que era una presa. Fue a casa en busca de la escopeta. Cuando regresó, encontró muerto al Orejón. Los dientes que tenía clavados en el lomo parecían los de un jaguar. Corrió tras su pista, imaginándolo cerca. Lo encontró subido a un árbol, de donde lo derribó de un disparo. Regresó con la pena de la muerte del Orejón, pero con la satisfacción de haber dado caza a una pieza mayor. “Eso pasa una vez en la vida”. Cargó al jaguar en un palo al que le ató de las patas. Una televisión local mandó a un equipo de reporteros en helicóptero tras enterarse de la hazaña. Alirio guarda sus dientes afilados como un recuerdo del momento. Aunque desde entonces apenas puede ir lejos a cazar, la selva luce amenazante ante sus ojos: “Las minas dan más miedo que el jaguar”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.