Guerra abierta entre dos bandos de comerciantes del mercado de la Cebada, en Madrid: “Nos tienen atemorizados”
Un conflicto latente entre la gerencia y los puestos de degustación lleva años tensando las relaciones entre los vendedores de toda la vida y los que apuestan por modernizar el espacio
En el mercado de la Cebada, en el corazón del barrio de la Latina, hay cosas que se oyen, ven y huelen nada más entrar: el ruido de las cortadoras de embutido, clientes que entran con cuentagotas, turistas que caminan un tanto desorientados por los pasillos de suelo rojo, olor a pescado y carne cruda, algún que otro modesto carro de la compra. Pero hay otras que no se perciben a simple vista, esas rencillas que se cuelan en las conversaciones o aparecen en las miradas discretas de los comerciantes, que a pesar de trabajar bajo el mismo techo, están divididos en dos bandos. Por un lado, los mayoritarios, los propietarios de puestos de abasto, defensores de la idea de mercado tradicional. Por el otro, los que se ocupan de la comida y la degustación, que quieren modernizar la Cebada. Los primeros piensan que los segundos quieren desvirtuar el mercado. Los segundos creen que los primeros se niegan a avanzar. La guerra, soterrada y entre susurros, cada vez aflora más.
Los comerciantes de la degustación apuntan a la gerente del mercado como instigadora de la animadversión entre unos y otros. “Quiere echarnos desde que llegó. Dice que esto se va a convertir en un mercado de San Fernando [donde ya casi no hay puestos de abastos]”, resume Jesús Martín, dueño de un bar de platos ecológicos. El conflicto tensa las relaciones: “Nos tienen atemorizados”.
Martín es también quien ha impulsado a otros locales de degustación a unirse y pelear por un hueco en la Cebada, un espacio cubierto de 6.000 metros cuadrados, 174 puestos y de titularidad pública. Pero la gestión del mercado corre a cargo de la cooperativa formada por los propietarios de los puestos de abastos, y las decisiones se votan en asamblea entre todos ellos, después de haber obtenido el sí de la junta directiva, compuesta también por algunos de los cooperativistas. Del total de locales, unos 150 están en activo y, de ellos, entre el 60% y 70% corresponden al comercio minorista, que incluye las degustaciones. El resto son siete bares y tiendas de servicio, como un despacho de abogados o una lavandería, según indican desde la gerencia.
Los trabajadores de la degustación, la mayoría con puestos en alquiler y en minoría respecto a los locales tradicionales, no forman parte de la cooperativa y tienen miedo de pasar a la acción, especialmente después del último choque entre ellos y la gerente del mercado.
Un sábado de finales de marzo, la Policía Municipal irrumpió en la Cebada, alertada por la denuncia de que dos pescaderías estaban cocinando marisco sin tener extractor de humos y ocupando los pasillos con mesas y sillas. Dos días después, el lunes, todos los comerciantes recibieron un mensaje de la gerente, donde prohibía “totalmente”, y “dados los últimos acontecimientos”, colocar sillas y mesas en los pasillos cualquier día de la semana. También especificaba que solo los locales con licencia de bar o cafetería podrían mantener los taburetes pegados a la barra.
La ordenanza de mercados municipales permite destinar áreas a “servicios terciarios o recreativos”. Ahí entran los puestos de degustación, cada vez más habituales en otros mercados de Madrid: San Fernando, Antón Martín o La Paz son solo algunos ejemplos en el centro de la ciudad y que se han convertido en destinos gastronómicos de moda. Sin embargo, la ordenanza deja en manos de los órganos competentes de cada mercado —es decir, en la gerencia— el porcentaje de superficie que se puede destinar a este fin. Y para colocar las zonas de degustación en los espacios comunes, como son los pasillos, también hay que contar con su beneplácito.
En la Cebada, el reglamento interno veta expresamente la ocupación de las zonas comunes “por mesas o mobiliario comercial” y la degustación queda limitada a los pocos metros cuadrados internos de los puestos. “Cada mercado decide si se pueden poner mesas o no, y solo en este son así de estrictos”, critica Martín. Según el comerciante, llevan años con ellas colocadas para dar comidas a los clientes y, aunque siempre “han sido motivo de broncas”, hasta ahora les permitían mantenerlas.
“¿Conflicto? ¿Qué conflicto?”, pregunta por teléfono la gerente de la Cebada desde hace más de ocho años, Marta González. Niega que haya prohibido a los comerciantes colocar mesas y sillas en los pasillos y señala que “todo es un problema de aforo”. Sin embargo, en un mensaje enviado a los trabajadores, recordaba que “se prohíbe colocar cualquier mesa, silla, o enseres diversos” en los pasillos. “Soy responsable del uso de las zonas comunes y es un tema de seguridad. No puedo meterme en su actividad, pero sí en la protección de todos los comerciantes y sobre todo de los clientes”, señala. Y añade que las denuncias recibidas son por el número de personas que usan las mesas y que ha ofrecido a los comerciantes la posibilidad de colocarlas sin que sobresalgan más de 50 centímetros del puesto.
El pasado miércoles se celebró una reunión para discutir la prohición de las mesas. La gerente acusó a los comerciantes de “incumplir las reglas del Ayuntamiento” y les invitó a irse del mercado si las nuevas circunstancias “no les favorecen”, según relatan los negociantes que participaron en la reunión.
“Nos hacen la vida imposible”
Cecilia Quispe, de 48 años, abrió a finales del año pasado un puesto de productos alemanes. “Desde el principio me di cuenta de que el mercado tenía limitaciones [como la poca afluencia entre semana], pero pensé que podríamos cambiar algunas de las cosas que no funcionan”, explica. A los pocos meses de empezar a vender pretzel y cerveza, se dio cuenta de lo difícil que iba a ser modificar las reglas que la gerencia defiende firmemente.
Una de ellas es la limitación horaria. El mercado abre de lunes a viernes en horario partido ―de nueve de la mañana a dos de la tarde y de cinco a ocho de la tarde― y los sábados de nueve de la mañana a seis de la tarde de forma ininterrumpida. Todos los domingos del mes, salvo uno, cierra. Esto, critica Quispe, perjudica a los comercios que ofrecen comida, que solo pueden hacerlo a partir de las dos de la tarde: “En verano estamos abiertos durante las horas más calurosas del día y cuando se empieza a estar mejor y la gente sale, tenemos que echar a los pocos clientes que se han atrevido a venir”.
El conflicto entre las degustaciones y la gerencia no es nuevo. “Nos hacen la vida imposible desde hace tiempo y hay mucho control sobre nosotros. Son muy conservadores”, lamenta Attilio Mingolla, de 35 años y que regenta un puesto de productos típicos italianos. La riña más reciente se dio a finales de 2022, con los niños como protagonistas. El problema, según algunos de los vendedores, se planteaba durante las tardes del viernes, cuando grupos de padres se reunían para tomar algo después de la jornada escolar. “Decían que molestaban y que el mercado se había convertido en una guardería”, recuerda.
Jesús Agüí, de 56 años, y Antonia Fuentes, de 58, regentan una charcutería desde hace casi dos décadas. Ambos insisten en que “no hay ningún conflicto” y que “solo son las normas”. Aun así, la mujer describe el ambiente de la Cebada los viernes y sábados como un caos: “Sacan mesas y sillas, se colapsan los pasillos y es un peligro para la evacuación. Yo tampoco puedo tener carretillas, ni cajas por donde sea”. Y añade que la gente de las degustaciones “no puede hacer del mercado un parque de bolas”.
La mayoría de vendedores prefiere no significarse. Evitan la palabra conflicto y aluden, como Fuentes, al reglamento interno del mercado, del que todos tienen una copia. Los reproches suelen ser a puerta cerrada. Los comerciantes de la degustación temen posibles represalias si se quejan. Por eso, muchos no quieren decir su nombre y hablan en voz baja, mirando a un lado y otro, por si les ven o les escuchan.
“No sé qué voy a hacer ahora. Lo poco que vendo es gracias a las degustaciones”, se lamenta la dueña de un puesto de ibéricos. Hasta ahora, los clientes podían comer y beber sus productos en una pequeña barra. “Sin eso, se va la única fuente de ingresos que tengo”, lamenta. Entre la poca afluencia y que cada vez menos personas se paran a comprar, casi todo lo que gana a la semana lo destina a pagar la factura de la luz. “Lo están dejando vaciarse y venirse abajo”, concluye el italiano Mingolla. “Seamos tradicionales o no, si el flujo de gente disminuye, habrá menos posibilidad de vender en general”.
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