Adriana Restano, la chef que cambió la cocina italiana en Madrid
La repentina muerte a los 44 años de la dueña del exitoso Nina Pasta Bar deja un vacío en el corazón de La Latina, al que la restauradora italiana llamaba su “pequeño pueblo”
El pasado domingo, en medio del bullicio que se apodera del Rastro cada semana, por primera vez en tres años, las puertas del restaurante Nina Pasta Bar permanecieron cerradas. Los transeúntes leían incrédulos los mensajes de condolencia y apoyo que dejaban los clientes de este restaurante italiano, que ya se había convertido en mítico, tras el anuncio de la muerte de su chef, la carismática Adriana Restano. Esta epicúrea, conocida en el barrio por su gran corazón, falleció el pasado 30 de diciembre tras sufrir un ictus, con tan solo 44 años. “Madrid está de luto por tu partida”, se leía en uno de los mensajes pegados en la vitrina del local.
Originaria de Parma y formada en Ciencias y Tecnología de los Alimentos, Restano llegó a la capital a los 28 y con una beca de cuatro meses. Se quedaría 17 años. La calle de Santa Ana se convirtió en su “pequeño pueblo”, como ella la llamaba. Su vida gravitó entre el número 14, donde tenía su residencia, y el número 21, donde consiguió materializar el sueño de su vida en 2018, con Nina Pasta Bar. Poco después de abrir se ganó el cariño de comerciantes y restauradores, que la recuerdan como “una persona muy querida”, y el local se convirtió en un secreto a voces entre vecinos, que fue corriendo rápidamente por toda la ciudad. Llegó un momento en que comer sin reserva era casi imposible.
‘Gnocchi’ bravos
Parma es un lugar donde la comida es un asunto muy serio. No solo porque en esta rica ciudad del norte de Italia se encuentre la sede de las pastas Barilla, ni siquiera porque dos de los productos alimentarios más conocidos del mundo, el queso parmesano y el jamón de Parma, provengan de ahí; sino porque toda la urbe respira gastronomía. Restano supo traer esa filosofía al centro de Madrid. Una parte del éxito se debía indudablemente a los precios ―más que razonables―, otra, la más importante, al encanto de la propia chef, que explicaba cada plato con erudición y gracia, pero sobre todo se basaba en unas recetas de pasta irresistibles, en las que se mezclaban la seriedad culinaria de su ciudad natal con sabores madrileños y panitalianos, como las paperdelle con ragú de rabo de toro o los gnocchi bravos, su reinvención de las clásicas patatas bravas. El Comidista lo incluyó entre sus restaurantes favoritos de 2020.
El parmesano tenía que ser de 24 meses, pero no bastaba con eso, sino que lo acompañaba de unas pocas cipolline borettane encurtidas en vinagre de Módena. De la misma forma, la tabla de embutidos no era una sencilla tabla, sino un auténtico viaje a través de Italia. “Del norte al sur, de los Alpes a la bassa Toscana”, solía decir Restano antes de soltar un siempre cálido: “¡Buon apetito!”.
Para esta mujer perfeccionista, defensora de la sencillez, Nina Pasta Bar era mucho más que un restaurante. Era su manera de rendir homenaje a la mujer que le había enseñado a preparar su primer sugo di pomodoro a los seis años, y transmitido su pasión por la gastronomía: la nonna Nina. Una abuela napolitana omnipresente en la decoración del local, desde un retrato de ella de joven en bicicleta pintado sobre una de las paredes del restaurante, hasta unas fotografías en blanco y negro enmarcadas de Nina y Tonino, su abuelo, sobre la barra. Nadie podía dudar al entrar en el restaurante de que para Restano la gastronomía era ante todo un asunto familiar, en el que la tradición, la transmisión de un saber hacer de una generación a otra, eran fundamentales.
Quizá por eso, cuando tocó contratar y formar al equipo, La Restano, como la llamaban cariñosamente sus amigos, no le importó elegir a cocineros con poca experiencia en la gastronomía italiana. Sería ella la que se encargaría de transmitirles ese saber ancestral. Así lo recuerda el que durante tres años fue el chef ruso del restaurante, Nikita Zhuzha, en un mensaje publicado en Instagram en el que destaca el perfeccionismo, nunca exento de sentido del humor, de su jefa ―sus mensajes de WhatsApp, una vez bajada la persiana, para decirle que “en el tarro de tiramisú asomaba una teta, mientras debería ser plano”―, su sonrisa, su “chan chan chan”, y sobre todo el cariño que demostraba día tras día al equipo. “Éramos una familia”, escribe, refiriéndose a las fiestas de cumpleaños que celebraban juntos, las cenas y los almuerzos o los viajes a Italia, invitados por la propietaria para que conocieran sus raíces y el origen de los productos con los que trabajaban.
“Para Adriana, el equipo era lo principal. Hubiera hecho cualquier cosa por nosotros”, ahonda la cocinera y compañera de piso de Restano, la camerunesa Eunice Nmondo, que la consideraba una segunda madre y una mentora, mientras rastrea con la mirada, los ojos humedecidos, los mensajes pegados contra la vitrina. Alicia Jorge Trujillo, su socia e íntima amiga con la que lo compartía todo, también siente que la vida ya nunca volverá a ser igual. “Adriana era todo para mí”, cuenta la que fue su mano derecha y una de las artífices del éxito del local. En la unión encontraron la fuerza para sortear todas las dificultades que se presentaron en el camino. “Llamábamos el local el Nina Park, porque era como un parque de atracciones en el que pasaban cosas constantemente, aunque nosotras siempre conseguíamos sobrevivir. Era la fuerza de nuestra familia”, rememora emocionada.
Para cualquiera que haya tenido la suerte de conocer a “esa gran mujer”, como la quiere recordar su socia, ver a través del vidrio el local vacío, sin esa alegría con la que Restano irradiaba todo lo que le rodeaba, deja un sabor amargo. Empujar las puertas de Nina Pasta Bar, recibir el abrazo franco de Adriana, palpar el cariño de una familia unida en la vida y en el trabajo era lo que hacía de ese rincón de la calle Santa Ana un cálido hogar al que uno siempre quería volver.
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