Ruiz Bartolomé, de gurú ‘indie’ a folclorista serrano
El compositor madrileño abandona el inglés para escribir un insólito LP monográfico sobre el Parque del Guadarrama
A veces las preguntas más peliagudas tiene que formulárselas uno mismo. A quemarropa, y aun a costa de arañarse en el exiguo espacio entre espada y pared. Por ejemplo, ¿por qué lo sabemos casi todo sobre Duluth, la pequeña villa de Minesota donde acertó a nacer Dylan, y apenas le hemos prestado atención a los pueblos de nuestros abuelos? ¿O qué nos lleva a bailar bachata dominicana con cierta pericia y no tener la más remota idea de en qué consiste una seguidilla segoviana? Estos interrogantes se le instalaron hace un par de años a Nacho Ruiz entre sus pensamientos más recurrentes y han terminado dejando en él la huella profunda de las grandes epifanías. Tanto como para reinventarse no ya solo en lo artístico, sino hasta en lo nominal. Adiós a Nine Stories, el sobrenombre artístico con el que Nacho había publicado hasta tres elepés a lo largo de la última década. Y hola a Ruiz Bartolomé, la nueva identidad bajo la que se reinventa, ¡o debuta!, con un título de resonancias terruñeras indisimuladas: Cancionero del Guadarrama.
“Estaba harto del pseudónimo. Nine Stories me ha servido para encapsular una etapa o estilo, pero había otras facetas que desarrollar en mi personalidad”, enuncia Ignacio Ruiz Bartolomé, periodista y editor musical madrileño de 41 años, mientras apura una cerveza en una terraza del barrio de Delicias. El viento es lo bastante gélido como para que la charla hubiera podido transcurrir en cualquier rincón del Parque Nacional del Guadarrama, ese vergel de 340 kilómetros cuadrados que Ruiz ha recorrido desde chiquillo y del que sigue enamorado con la pasión de un neófito. Tanto como para haberle querido dedicar este atípico y singularísimo disco temático de 12 canciones con sabor folclórico… y equívoco. Porque, aunque a veces parezca lo contrario, esta docena de títulos son originales del autor, y ni siquiera es fácil circunscribirlos a un tiempo concreto: hay ritmos de jota o arpegiados primorosos de guitarra española, pero también arrebatos inspirados en el crudo krautrock alemán o fogonazos de electrónica futurista.
“Más allá del concepto, nunca he pretendido formular un trabajo etnográfico”, corrobora este organizador de eventos musicales y director del sello discográfico Mont Ventoux, en el que publican artistas eclécticos y experimentales como Elle Belga, Ferla Megia, Amparito o su pareja, Alondra Bentley. Ruiz no tardó en descubrir que se ha conservado poca música tradicional serrana y que ni siquiera es muy abundante la bibliografía sobre la comarca, pero recordó los discos temáticos de Sufjan Stevens sobre Michigan o Illinois y quiso desarrollar un concepto inspirador parecido. El reto consistiría en plasmar en su libreta, por primera vez en castellano, experiencias, sensaciones, lugares o historias que brotaban de aquellos montes, riscos y senderos que había pateado desde renacuajo.
“Los madrileños a menudo hemos mirado a la sierra como una mera aspiración de segunda residencia, de esas pequeñas casas unifamiliares a las que en Cercedilla o Miraflores llamaban hotelitos”, reflexiona Ruiz Bartolomé. Cancionero del Guadarrama sirve, en cambio, como una reivindicación del territorio no exenta de orgullo. A fin de cuentas, por aquellos parajes se afianzó el concepto de la montaña como un entorno sanador del cuerpo y el espíritu, una idea casi revolucionaria de pedagogos como Giner de los Ríos o Manuel Cossío que acabarían abrazando con entusiasmo desde Ortega y Gasset a Menéndez Pidal y Unamuno.
Al cantante y compositor le fascinaron, sobre todo, las historias de los entusiastas foráneos, desde el austriaco Eduardo Schmid –que da nombre al famoso sendero por el valle de la Fuenfría– al aún más pintoresco Birger Sörensen. “Llegué a él a fuerza de preguntarme por un topónimo junto a la Bola del Mundo, la Loma del Noruego. Un tipo de película: viajó a España tras heredar de un familiar lejano una maderería en la calle de Argumosa, le asombró que hubiera montañas tan cerca de Madrid y fue el primero que surcó las laderas de la sierra, con unos esquís rudimentarios que se fabricaba él mismo”.
Sörensen o Schmid figuran entre los personajes retratados en Cancionero del Guadarrama, donde otros cortes glosan rincones como la Cueva de la Mora o La Mujer Muerta, esa silueta montañosa que tan propicia ha sido para relatos legendarios. “Tendemos a pensar que todos los cuentos o batallas están muy documentados, pero no es así. Y este disco pretende ser mi pequeño granito de arena al respecto”, anota Nacho, uno de esos cerebros hiperactivos al que sus amigos apodan, con sorna cariñosa, Señor Proyectos. Él se encariñó de la luz serrana y esos laberínticos bosques de pino, enebro o encina desde la casita que sus abuelos paternos habían levantado entre El Escorial y Collado Villalba. Pero incluso a partir de un bagaje sentimental tan profundo ha tenido que sacudirse, confiesa, ese complejo que entre los urbanitas suscita todo aquello que huela a “folclórico”.
“Yo soy un ejemplo en primera persona de que existían prejuicios hacia la música de raíz”, se sincera Nacho. “La veíamos como un material arcaico, incluso rancio, sin darnos cuenta de que nuestro Joaquín Díaz, ya en los años sesenta, era amigo de Pete Seeger e impartía conferencias en Berklee sobre música tradicional”. Ahora se siente integrante de una generación joven que está demoliendo todas esas montañas –estas, nada purificadoras para el espíritu– de absurdas ideas preconcebidas. “Primero fueron los nuevos flamencos y los músicos de folk de Euskadi o Galicia”, enumera, “y luego han ido llegando nombres que ya siento muy próximos, desde los Hermanos Cubero a María Arnal o María José Llergo. Los oyentes jóvenes han difuminado todas esas barreras estilísticas con los que crecimos todos los demás”.
Y así es como un creador de la órbita indie, aquel adolescente que a los 14 años, cuando garabateaba sus primeras composiciones, era suscriptor del New Musical Express y “leía toda la prensa musical anglosajona con la atención y empeño de quien se estudia la lista de los reyes godos”, ha acabado comprendiendo la naturaleza modernísima de artistas como Eliseo Parra o La Musgaña. Y, de paso, dándole una alegría a su abuela paterna, Amparo Lozano, que a sus 96 años aún recuerda bien las travesuras del nieto por aquella casa de El Escorial. “Todos hemos soñado alguna vez de jóvenes con ser una estrella del rock”, se sonríe Ruiz Bartolomé, “pero ahora me siento a gusto con mi papel humilde de editor y artista alternativo. Lo hemos visto muy claro durante la pandemia: la cultura es la mejor medicina para que el ser humano no se vuelva tarumba. Y yo me he comprometido a contribuir, modestamente, a que esa rueda sigue girando”.
Un solo disco, 12 portadas intercambiables
Uno de los aspectos más insólitos de Cancionero del Guadarrama, además de su propio contenido, es el concepto gráfico que alienta su edición en vinilo. Nacho Ruiz quiso compartir las 12 canciones con otros tantos artistas gráficos (“algunos amigos, otros perfectos desconocidos”) para que plasmaran las sensaciones que les producían esas músicas en unas láminas de 30 por 30 centímetros. La portada del álbum es una ventana transparente que permite al comprador escoger cuál de los 12 dibujos prefiere como ilustración principal. Como elección por defecto aparece la favorita de Nacho, un collage de Isabel Fernández Reviriego para el tema La sierra de Guadarrama, pero hay, ya decimos, otras 11 alternativas. Entre ellas, una imagen conceptual de Javier Aquilué para Cruz de los Caídos en la que un charco de sangre ejerce como imán para las retinas. Y que encaja bien con los versos de Ruiz Bartolomé en esa composición: “Humillación a los vencidos para orgullo nacional (…) / Matando a todo un país todavía sietemesino”.
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