El reto mayor de Ortega
Una nueva edición de los escritos orteguianos sobre Leibniz plantea la necesidad de reivindicar la filosofía en lengua española
Investigadores familiarizados con el legado de Ortega y Gasset aludían coloquialmente a un conjunto de escritos algo desordenados con expresiones como “montón, “legajo” o “baúl”, cuyo hilo conductor era la referencia al filósofo alemán G. W. Leibniz. Pues bien, el baúl se abre ahora para nosotros en una edición del CSIC que constituye un acontecimiento filosófico de primer orden. Pues aunque lo esencial estaba ya publicado, no estamos en presencia de una simple reedición, ya que se incluyen manuscritos inéditos con esbozos y notas ordenados en un esfuerzo colosal del editor Javier Echeverría, con ensayos introductorios de Concha Roldán y Jaime de Salas.
Antes de centrarme en el contenido, quizás sea útil evocar un texto anterior, más conocido y de una claridad deslumbrante. Me refiero a Ideas y creencias, donde Ortega intenta determinar lo que entendemos por “ideas de alguien”, estableciendo una fructuosa distinción: por un lado habría pensamientos relativos a un aspecto concreto del entorno o de la vida interior, pero que son contingentes, accidentales respecto al individuo que los piensa, pues surgen en una vida que les preexistió. A estas ideas inesenciales, Ortega opone las “creencias” que constituyen el fundamento según el cual el sujeto se forja. Las primeras son ideas que meramente tenemos, mientras que las segundas son ideas que somos, ideas reguladoras de nuestra existencia, aunque no las pensamos, o precisamente porque no las pensamos; no son ideas que sostenemos, sino ideas que nos sostienen. Pues bien, en estos estudios con inspiración en Leibniz, Ortega retoma el problema a un nivel conceptual elevadísimo, preguntándose por la universalidad y vigencia de ciertos principios rectores tanto del entorno físico como del pensamiento, y sobre todo preguntándose qué supone el hecho mismo de formular principios. El arranque del primer ensayo es ya una radical toma de posición: “Formal o informalmente, el conocimiento es siempre contemplación de algo a través de un principio”.
Precisamente porque aquello que nos sostiene no es en general reflexionado, resulta singular la pulsión de Leibniz por enunciar principios generales, por hacer explícito lo que implícitamente está operando. De ahí que el pensador alemán se convierta en faro de la reflexión orteguiana. Faro, casi en el sentido literal, pues este extraordinario libro es una obra embrionaria, que se sabe como tal. Hay como una melancolía, un sentimiento en el autor de que quizás no llegue al objetivo, no llegue a sondear el abismo que la interrogación a la que nos invita supone. Cabe decir que en el libro están más presentes Aristóteles, Euclides o Descartes que el Leibniz que da título. La confrontación con este es de alguna manera una promesa diferida. “Cuando lleguemos a Leibniz…”, parece decirnos en muchos momentos y en efecto no estamos seguros de haber llegado, pues entre otras cosas nunca escribió Ortega los proyectados tomos en los que abordaría los principios leibnizianos de “razón suficiente” y “mejor de los posibles”.
Sabía que la mecánica cuántica había puesto en tela de juicio ciertos principios incuestionados
Es también posible (mera conjetura) que el pensador fuera presa de desaliento ante la tarea ingente de investigación técnica que se le venía encima, caso de perseverar en su reflexión sobre los principios. Pues la mecánica cuántica había puesto en tela de juicio la vigencia de principios del orden natural incuestionados desde Tales de Mileto hasta Einstein. Alguna acotación referente a Schrödinger en las notas adicionales deja entrever algo. En cualquier caso, el hecho mismo de que Ortega se hubiera embarcado con tal brío en el asunto refuerza la convicción de que ha sido uno de los grandes y más audaces pensadores del siglo XX. Y aquí quisiera introducir una cuestión que va mucho más allá de Ortega, pues concierne al peso de la reflexión filosófica en nuestro país.
El erudito francés Victor Delbos, profesor en la Sorbona a principios del pasado siglo, empezaba una de sus reflexiones con esta boutade de dudoso gusto: “Para hacer filosofía hay que conocer todas las lenguas, excepto el español”. Ortega escribía en español, e ignoro si estaba en condiciones de hacerlo con fluidez en alemán, aunque sospecho que ni siquiera estuvo tentado por este cambio de lengua. Escribía en español sobre multiplicidad de temas que consideraba obligatorio ser tratados por un filósofo, aunque en ocasiones ello le valiera el vacuo reproche de costumbrista. Ante textos como este no puedo evitar comparar la obra de Ortega a la de más de un santón de la filosofía, cuyo indiscutible genio fue sin embargo engrandecido por el hecho de que su lengua de escritura contara entre las consideradas filosóficamente finas.
Hay contadísimas excepciones, pero la desproporción entre el peso de los libros originariamente escritos en francés, alemán, inglés o italiano con los escritos en español es chocante
Hace 20 años, universitarios latinoamericanos y españoles intentaron neutralizar estos prejuicios, proyectando un programa bajo el título de Filosofía en español. Temo mucho que sus esfuerzos han sido baldíos, ateniéndome simplemente a lo que se observa en cualquier librería europea en la rúbrica “filosofía”. Hay contadísimas excepciones, pero la desproporción entre el peso de los libros originariamente escritos en francés, alemán, inglés o italiano con los escritos en español es chocante, si tenemos en cuenta no solo que nuestra lengua es una de las más habladas del mundo, sino que cuenta con departamentos de filosofía en la mayoría de universidades de países en las que es lengua oficial.
Obviamente hay razones para esta suerte de desplazamiento a los márgenes, algunas de ellas con base en momentos de nuestra historia. Los estudiosos de la obra de Spinoza señalan el peso directo que tuvieron en su pensamiento conversos exiliados como Juan de Prado o Uriel da Costa, cuyas diatribas transcurrieron en tierras de Holanda, simplemente porque una modalidad ciega del hecho cultural y religioso había impedido que transcurrieran en la península Ibérica.
Pero tanto como la intolerancia propia en la marginación del pensamiento español ha contado el prejuicio ajeno. Se ha señalado en múltiples ocasiones que cuando en la cultura europea se da ese brote que es el Renacimiento, hay en España un auténtico florecer de la filosofía en lo que se conoce como Segunda Escolástica: Francisco de Vitoria, Luis de Molina, el gran Francisco Suárez. Pero se deja de lado que en su manera de renovar la filosofía de la escuela, estos pensadores estaban simplemente contribuyendo a la gran eclosión filosófica que se abría camino en el mundo. Ello de la misma manera que un compositor de genio, pero obligado a respetar los códigos imperantes, consigue no solo subvertirlos, sino también abrir perspectivas que se le escaparían quizás al que abiertamente ha podido arrancar sobre nuevas bases.
Como ha ocurrido con tantos países, una vez consumada su decadencia, España no ha sido sometida a la misma vara de medir que las comunidades que desde el siglo XVI han forjado la imagen de Europa. No es una cuestión de justicia o injusticia, sino simplemente de relación de fuerzas. Y ello ha afectado también a la filosofía, incluso a la de un Ortega y Gasset, metafísico de raza, que desde la dureza del pensar ha contribuido como pocos al enriquecimiento de nuestra lengua.
'La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva'
Autor: Edición ampliada a cargo de Javier Echeverría.
Editorial: CSIC- Fundación Ortega y Gasset – Gregorio Marañón, 2021.
Formato: 745 páginas. 45 euros.
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