Virus de barrio: donde el 75% de las PCR son positivas
San Diego, en Vallecas, lleva años hundido bajo los peores indicadores sociales de Madrid. Ahora es caldo de cultivo perfecto para la covid-19
“Un paciente me llamó hija de puta allí por vez primera. Yo era muy jovencita todavía”. Patricia, médico de 42 años, evoca su paso por el centro de salud de la calle Alameda de Madrid. Recuerda aquel insulto con una sonrisa debajo de su mascarilla y el pasotismo profesional de quien está estos meses enfangada en asuntos más trascendentales. En la tarde del martes le tocó fajarse con 112 citas en el centro de salud donde está destinada en Puente de Vallecas, el distrito de la capital más golpeado por la pandemia. El lunes le esperaban unos 80. Lo ideal es poder dedicar unos diez minutos a cada paciente. Una utopía.
Patricia tenía una lista que supera más de tres veces ese cupo el martes. Asegura que en su turno solo trabajan estos días cuatro médicos de los ocho que debe haber. Uno para covid y tres para el resto de patologías y atenciones. Vive rodeada de dramas vitales que no entienden de contagios víricos. “No me des la baja por favor, me acaban de contratar, trabajo en negro”, son frases y excusas que escucha a diario. “El protocolo que ordena el aislamiento y la cuarentena va por un lado y la vida real va por otro”, explica.
Estos días ha estado acudiendo al centro de salud dos horas antes de lo que le corresponde para tratar de desatascar trabajo acumulado. La atención primaria es señalada como uno de los grandes retos pendientes en la Sanidad de la Comunidad de Madrid, la región más sacudida por la pandemia de España con 122.394 casos confirmados por PCR y 15.236 fallecidos, según datos del gobierno autonómico de este viernes.
El centro de salud en el que trabaja Patricia es el Vicente Soldevilla, que se encuentra en el barrio de San Diego, ampliamente conocido por aparecer entre las peores estadísticas que miden la vulnerabilidad de la población. También presenta de los peores datos de coronavirus con una tasa de incidencia acumulada total de 3.222 por cada 100.000 habitantes. Varios sanitarios consultados, entre ellos Patricia, aseguran que el 75% de las pruebas PCR que realizaron la semana pasada en este centro de salud vallecano dieron positivo.
“La pobreza y la desigualdad justifican estas cifras en San Diego y en general en el sur de Madrid. Este barrio acumula las tasas más altas de desempleo, hacinamiento y vulnerabilidad social”, afirma la enfermera jubilada María José García Berral, de 65 años. También alude a la “multiculturalidad”, pues un tercio de los vecinos son de origen extranjero. “La calle se convierte en un sitio para vivir” ante “la falta de sitios habitables”. “No podemos olvidarnos del uso del transporte masificado o de la necesidad de buscarse la vida, pues mucha gente trabaja en la economía sumergida”, añade esta mujer que durante 31 años trabajó en el Vicente Soldevilla.
La Comunidad ha pedido al Ayuntamiento rastreadores de la sanidad municipal para que se incorporen en septiembre a este centro de salud de Vallecas. “Un buen rastreo puede suponer 6 u 8 horas”, entiende Patricia, que dibuja un panorama muy desbordado. “Nosotros preguntamos lo básico: con quién vives, adviértelo en tu trabajo y a tus contactos más próximos”. “Con frecuencia la gente no cumple el confinamiento. No les culpo por ello porque es que muchos no pueden cumplirlo”, comenta refiriéndose a las condiciones de vida del barrio. “En estado de alarma todo era más fácil para que se quedaran en casa al estar obligados” pero “hoy vivimos con la sensación permanente de que tratamos de ponerle puertas al campo”.
Falso cual Judas, una copia del cuadro de La última Cena de Leonardo da Vinci espera en la calle arrumbado junto a un colchón y una vieja cómoda. Un marroquí que rebusca algo útil en los contenedores apenas lo mira. Las calles del barrio de San Diego se presentan sembradas con cachivaches de todo tipo. El suelo está sucio. Lo que más se ve esparcido por las aceras y sobre los cristales de los coches son flyers con muchachas tratando de ser sugerentes: “Jovencitas en tu zona: Katy, Lorena, Estefany”. “María. Española de 25 años. Servicios a partir de 30 euros”. Un no parar. Los vecinos denunciaron poco antes del estado de alarma hasta 14 burdeles en distintos pisos de estas calles.
Dos barrios de Madrid estrenarán en sus calles antes de finales de año cámaras de vigilancia cuyos trabajos de instalación avanzan a buen ritmo, anunció el Gobierno municipal este jueves. Uno es Bellas Vistas, en Tetuán. El otro, San Diego. De los 240.000 habitantes de Puente de Vallecas, 40.000 viven en San Diego, que cuenta de largo con la mayor concentración de vecinos en el distrito con 37.600 por kilómetro cuadrado, siete veces más que los 5.400 de media de la capital.
Calles estrechas de arquitectura caótica por las que no pasan los autobuses. Un paseo con Jorge Nacarino, de la Asociación de Vecinos de Puente de Vallecas, permite comprender un poco mejor cómo es este barrio que linda con la avenida de la Albufera y la M-30. “Para muchos, la prioridad es simplemente sobrevivir”. Se alternan casas bajas y vetustas, edificios descuidados con la fachada sin lucir y pequeños bloques más modernos y cuidados de tres o cuatro alturas. Al ascender la calle Hachero, Nacarino se refiere a ella como una de las más conflictivas. “Ruidos, peleas, menudeo y tráfico de drogas, consumo…”.
Habla de cientos de pisos ocupados, muchos de ellos gestionados por mafias que cobran a quien es autorizado a pegar la patada en la puerta. Es fácil ver viviendas y edificios con las ventanas tapiadas. Pero ni eso ni las puertas antiocupación se les resisten. Jorge Nacarino sabe que muchas de esas casas albergan a personas que llegan a ellas por necesidad. Pero otras se utilizan como despachos de droga, son los conocidos como narcopisos. Otro problema son los pandilleros.
Loli Pinar, de 51 años, se ganaba la vida de limpiadora hasta que el estado de alarma la mandó a casa. No ganaba mucho, pero echa de menos aquellos 400 euros mensuales en negro. En los últimos cinco meses ha trabajado 2 o 3 días sueltos. “Mira, ahora voy a ir a hacer un portal por diez euros”, cuenta en la estrechez de un salón en un segundo piso al que se sube desde un patio de vecinos y cuyo alquiler cuesta 425 euros al mes. La propietaria vive en el piso de abajo y, para tratar de aligerar la soga pandémica, le ha perdonado la renta de un mes y un recibo de la luz.
Pero para sobrevivir es fundamental la aportación de la pareja de Loli desde hace tres años. José Díaz, de 52 años, es barrendero y gana unos 1.200 euros mensuales de los que un tercio entrega a su ex mujer para mantener los hijos que tienen en común. Loli no deja de mirar la foto de un niño en la estantería. Es el hijo que tuvo con su ex marido. El niño falleció a los 8 años de leucemia. “Fue hace catorce años. Se marchó en doce días. Me dejó marcada de por vida. A pesar de las depresiones no he querido las pastillas. Ya me hadado el alta la psicóloga”.
Loli recibe alimentos y productos básicos de la despensa vecinal organizada en el barrio durante el confinamiento, que gestiona la red solidaria Somos Tribu de Vallecas. Jessica Ferrer, de 34 años, aterrizó en San Diego hace tres años desde Venezuela y desde hace unas semanas es voluntaria en esa red. Esta cocinera permanece bajo un ERTE en el establecimiento de perritos calientes Paperboy de la calle Luchana. Está dada de alta diez horas semanales y cobra 260 euros al mes. “Es muy gratificante ayudar, no solo que a una la ayuden”, cuenta, pues además de voluntaria ella es también una de las beneficiadas por los repartos de comida.
Jessica comparte piso con su hija de doce años y su pareja, Isabel, que trabaja desde casa como teleoperadora. Es un cuarto sin ascensor con una terracita dominada por los cactus a los que es aficionada. Para poder pagar el alquiler de 700 euros, cada mes reciben algo de dinero desde Alemania, donde vive el hermano de Jessica. “Nos da miedo no pagar cosas siendo inmigrantes venezolanas”.
De 36 metros cuadrados es el piso de la infausta calle Hachero en el que viven Celso, de 46 años, y Amelia, de 43. Claro, que no pagan nada por él. Lo ocuparon hace tres años tras soltar 700 euros a los que controlan el cotarro en un edificio en el que, aseguran, solo el vecino del ático no es okupa. Llegaron a San Diego desde Alcorcón, donde vivían también en casa ajena. “No nos gusta vivir de okupas”, comenta Celso, que no es su verdadero nombre (tampoco el de ella).
Cuenta que espera una oportunidad para acceder a un alquiler social y que tiene juicio señalado en octubre tras la denuncia del “fondo buitre” propietario de la casa. Desde hace mes y medio es repartidor de Amazon. Todavía no ha cobrado una mensualidad completa, pero calcula que ingresará unos 1.250 euros al mes. Durante el estado de alarma recibían comida una vez al mes de los servicios sociales del Ayuntamiento. “También nos han estado dando de comer donde los indios”, señala Amelia. ¿Somos tribu? “Eso”.
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