Fotografiar frente al coronavirus
"Las personas pueden actuar de manera distinta al sentirse observados y la reacción puede ser muy variada", cuenta el fotógrafo de EL PAÍS Luis Sevillano
Ya han pasado varios meses desde que se decretó el primer estado de alarma y no mentiría, si les digo, que todavía tengo que despojarme de un manto de incertidumbre cada vez que cruzo la puerta de casa, en dirección al ascensor, para salir a la calle a realizar mi trabajo como fotógrafo. Todos los días sigo el mismo protocolo: mascarilla, y luego, gel hidroalcohólico. Lo prefiero a los guantes para la desinfección de las manos y lo uso en cuanto toco algo. Al llegar a casa, mismo ritual: descalzarme dejando los zapatos en la entrada, desinfección de las cámaras con alcohol de 70 grados diluido en agua, ropa a lavar y ducha. Aun así, siempre me queda la incertidumbre de no saber si le estoy abriendo las puertas de mi casa al virus.
Durante esta lucha gráfica contra el enemigo invisible, ha habido jornadas en las que he trabajado en la redacción. En otras, he podido trabajar detrás de la cámara, aun así, nunca he estado en primera fila. No he pisado un hospital por dentro y no he vivido la lucha de los sanitarios frente al virus, que ha ocurrido en cada UCI de cada hospital.
Recuerdo los primeros días del decreto de alarma, con los contagios por las nubes, yo estaba en el exterior de las urgencias el hospital Severo Ochoa de Leganés que estaban totalmente desbordadas y además custodiadas por miembros de la policía aérea del Ejército del Aire pertenecientes a la base aérea de Getafe. Los militares intentaban regular el tráfico en el exterior y coordinar la llegada de ciudadanos en busca de alguna noticia de algún familiar ingresado por coronavirus en las urgencias de hospital. Así como numerosas personas que se acercaban a la entrada con mascarillas, gafas, guantes, batas y todo tipo de material que, de forma altruista, habían confeccionado para satisfacer la demanda urgente de los trabajadores del hospital.
Cada pocos minutos llegaba una ambulancia, a veces varias juntas escoltadas por la policía, rompiendo el silencio de las personas, que como he dicho, en la puerta esperaban cualquier tipo de noticia de sus familiares. Los sanitarios se afanaban en el traslado de los pacientes en camillas para no entorpecer, en la medida de lo posible, el funcionamiento normal del hospital. Ante esta situación y otras muchas como el traslado y llegada de enfermos de la covid-19 al hotel Miguel Ángel, medicalizado para enfermos con síntomas leves por los militares de la UME.
Todos sabemos que la presencia de un fotógrafo puede alterar la situación normal de cualquier escena de la vida cotidiana y mucho más si se debe a un hecho extraordinario como en este caso.
Mi forma de trabajar ha sido siempre muy prudente y respetuosa. Todos sabemos que la presencia de un fotógrafo puede alterar la situación normal de cualquier escena de la vida cotidiana y mucho más si se debe a un hecho extraordinario como en este caso. Las personas pueden actuar de manera distinta al sentirse observados y la reacción puede ser muy variada, en ocasiones violenta. He dejado siempre una distancia de seguridad de varios metros con los enfermos y los efectivos que los trasladaban para no empeorar la situación y evitar que todos cayéramos en el nerviosismo y la ansiedad, que ya de por sí es muy grave.
He atendido siempre a las demandas del personal a la hora de posicionarme para fotografiar a los enfermos que he intentado que no se les pueda reconocer y por supuesto, siempre que me han solicitado que, por favor no fotografiase determinada escena, aunque fuese solo con un gesto, he sabido ver cuando alguien no quería que lo fotografiase y siempre he apartado la cámara.
Tengo que decir que por lo que a mí respecta y donde yo he ido a trabajar, el trato siempre ha sido de primera. En la residencia de ancianos Las Praderas, en Pozuelo de Alarcón, que a mediados de abril era de las pocas que no tenía ningún caso positivo de coronavirus entre sus residentes y por supuesto ningún fallecido. Su director hizo todo lo posible para que yo fotografiara la realización de test rápidos entre sus trabajadores e internos sin alterar el funcionamiento de la residencia, ahora agravado por esta situación. Así que presencié el protocolo establecido por esta para poner en contacto a los residentes con sus familiares por video-llamada, ante la imposibilidad de poder visitarlos en persona debido al confinamiento.
También pude conocer a Cristian, un adolescente que vive en una chabola en la Cañada Real junto a sus padres, su hermana y su hermano de pocos meses. Él estaba acompañando a tres profesores de la Fundación Secretariado Gitano que sirven de enlace entre los alumnos de esta etnia y los centros educativos. Me sorprendió lo ordenado que era en la presentación de sus deberes y que su única queja fuera por tener libros para poder leer.
He podido caminar solo por grandes avenidas o pequeñas calles sin cruzarme con nadie, sin ningún vehículo a la vista, y ver montones de sillas y mesas apiladas en perfecto orden en las zonas más turísticas de la capital, los cierres echa-dos de las zapaterías, relojerías, papelerías, librerías etc. La Gran Vía había quedado convertida en un remanso de silencio.
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