Pidamos la conciencia
Cuando uno tiene miedo debe construirse un escudo, sentir que está haciendo algo, que le está poniendo remedio, que jamás podrá reprocharse que no hizo lo debido para él y para el resto
Los días posteriores a la reapertura de las fronteras entre comunidades, después de unos meses de dolor y distancia, de pánico y cautela, escuché el mismo comentario por parte de los afortunados que habían salido: “no tiene nada que ver con Madrid”. En general, mucha gente ya paseaba sin mascarilla en otras ciudades, no guardaba la distancia y se comportaba como si la muerte no hubiera arrasado en el planeta. Intentaba comprenderlo: la capital había sido uno de los lugares más devastados por la pandemia. Quizá en otras ciudades con menos población y, por ende, menos enfermos, la conciencia no se había visto sujeta de manos y pies y no había mirado de frente y sin pestañear el peligro. Pero no: el egoísmo, la ignorancia buscada o la dejadez no tienen justificación.
Estos días, sin embargo, en los que paseo por ciudades menos prietas, por pueblos en los que nadie cierra la puerta porque no hay vecinos, en los que doy la bienvenida a gente que viene de lugares en los que no ha habido colapso en los centros de salud, me descubro sorprendiéndome por la exactitud del ejemplo, por el cumplimiento de lo que se ha visto forzado a ser obligación: de nuevo, la mascarilla, la distancia, el miedo. Porque sí, debemos tener miedo: estamos enfermando, nos estamos muriendo. Y lo que uno no debe hacer cuando tiene miedo es quedarse quieto. Cuando uno tiene miedo debe construirse un escudo, sentir que está haciendo algo, que le está poniendo remedio, que jamás podrá reprocharse que no hizo lo debido para él y para el resto.
No entiendo que exista gente que funcione mejor bajo el miedo que bajo la libertad
Pero vuelvo a Madrid, ese epicentro del caos, ese número que se hizo grande para restarnos, esos balcones donde el engaño era hermoso y confortable, esos hospitales devastados, esos supermercados que nos educaban, esos autobuses azules que nos recordaban el color del cielo que ya no mirábamos, esa ciudad en la que los que mandan no hablan, en la que los que mandan no defienden, en la que los que mandan solo callan y desvían la mirada, y no logro entender por qué esos mismos no nos obligan, como hacen nuestros padres cuando somos seres minúsculos e inconscientes, a cuidarnos, a protegernos, a intentar superar esta amenaza.
Si alguien me pregunta qué estoy aprendiendo durante esta pandemia, le diré que me he dado cuenta de que la responsabilidad individual no es suficiente. Quizá tú, que estás leyendo este artículo, que has continuado haciéndolo después del primer párrafo, estás cuidando de ti y de los demás como si no existiera otra opción, sin mandatos, pero no todos son así. No entiendo que exista gente que funcione mejor bajo el miedo que bajo la libertad. Así que como todos hemos demostrado saber funcionar mejor con prevención que con albedrío, pidamos la cautela, pidamos la mascarilla y la distancia obligadas, pidamos la conciencia forzada, pidamos que nos cuiden si no sabemos hacerlo nosotros: es lo único que nos va a salvar la vida.
Madrid me mata.
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