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Madrid me mata
Columna
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Nadie quiere hablar del tiempo

El calor madrileño es un puñetazo seco contra el pecho, una manta de brazos largos que se enredan por el cuerpo ajeno, una canción repetida en una fiesta

Elvira Sastre
La ciudad de Madrid vive este lunes una nueva jornada de altas temperaturas que obliga a los madrileños a buscar refugio en bancos a la sombra, zonas verdes y fuentes de la ciudad.
La ciudad de Madrid vive este lunes una nueva jornada de altas temperaturas que obliga a los madrileños a buscar refugio en bancos a la sombra, zonas verdes y fuentes de la ciudad.David Fernandez (EFE)

En Madrid nadie quiere hablar del tiempo, y no sé si tengo potestad para hacerlo yo, que huyo del calor como de la peste y que espero con temor cuando se asoma junio al calendario. En Madrid nadie quiere hablar del tiempo, pero no se puede nombrar otra cosa cuando llegamos a los sitios destinados empapados en sudor, con la frente perlada, el escote hecho cascada, los muslos resbaladizos, el aire que ya faltaba mucho antes de las mascarillas.

El calor madrileño es un puñetazo seco contra el pecho, una manta de brazos largos que se enredan por el cuerpo ajeno, una canción repetida en una fiesta. La tensión baja, el coche arde, la brisa no existe. El infierno se encuentra bajo el asfalto, desde donde rezuma la combustión del alquitrán que se pega a los pies y sube por la piel, como estas palabras que no terminan. Porque el calor madrileño no tiene fin. Simplemente desaparece cuando ya nos hemos acostumbrado a él.

Salgo a la calle y veo a los policías en uniforme en las estaciones sin ventilación, como la de Atocha; a los trabajadores de servicios públicos de calle con el mismo traje que visten en invierno; a los albañiles recibiendo los rayos del sol desde las alturas de las obras retomadas; a la gente sin hogar rechazar el fuego que les protege en invierno; a los ancianos que se cubren sin mucha intención; a los turistas, que no parece importarles los cuarenta grados; a los conductores profesionales en traje que no pierden la sonrisa y no se dejan llevar por el agobio; a los perros inmóviles en las aceras, jadeando sed, estáticos, a punto de la hibernación veraniega. Veo sus cuerpos deshaciéndose bajo el bochorno que lleva a los más afortunados a vaciar la capital en verano. Veo la boina de polución que ha vuelto –o quizá nunca se fue– al cielo de Madrid, esa nube mortal que nos va envenenando poco a poco.

Y de repente te veo a ti. Caminas un par de centímetros por encima de las baldosas y sé que sonríes aunque la mascarilla no me deja verlo porque tú siempre sonríes con todo el cuerpo: tus pies se inclinan, las piernas se curvan, puedo jurar que el hueso de tu cadera marca un ritmo distinto, tus brazos se alargan –casi llegan al suelo– y lo que cae de tu frente no es sudor, tiene el color de los manantiales. Porque toda tú eres una fuente, no hay nada en ti que no sacie. Las canciones vuelven a sonar, el cuerpo se libera, vuelve la brisa que me lleva hacia ti, hacia tu boca abierta llena de agua, ese pequeño milagro del verano que solo sucede en Madrid.

De repente te veo a ti. Y no quiero hablar de otra cosa.

Madrid me mata.

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