La piscina del Palacio de la Zarzuela
La ciencia aún tiene que explicar muchas cosas sobre esta pandemia. Una de ellas es la extraña noción del tiempo que ahora manejamos y lo rápido que queremos olvidar
En las horas más oscuras del confinamiento alguien dijo que el olor de su calle recién fumigada con cloro le había hecho pensar vagamente en una piscina. Estábamos sumergidos en las profundidades abisales de la fase cero y los titulares rezaban cosas como “Las funerarias de Madrid comienzan a incinerar cuerpos a 400 kilómetros de la capital”. Nuestras vidas se habían quedado atrapadas en un limbo doméstico donde ni dormir nos sacaba de la pesadilla. Soñar despiertos con una piscina era una forma muy legítima de escapar del miedo atroz.
Yo por ejemplo estuve haciendo un ranking de mis favoritas de Madrid. La primera es la del Palacio de la Zarzuela: se trata de una lámina azul celeste de 180 metros cuadrados situada en el centro de un patio de columnas. Si tiene curiosidad por verla la puede buscar en Google Maps; además hay en Youtube vídeos de un apuesto rey Don Juan Carlos haciendo largos a crowl en su pileta.
Los madrileños hemos salido con cara de nadadores. Los que hemos estado en casa, tenemos las facciones blandas y arrugadas
El emérito recuerda en esas imágenes a Burt Lancaster en El Nadador, la película que adapta el cuento clásico de John Cheever (está en Filmin). En ella, Lancaster interpreta a un maduro pero enérgico ejecutivo llamado Ned Merrill a quien se le ocurre regresar a su casa surcando todas las piscinas de su vecindario. En cada fase de su viaje Merrill evita a toda costa reflexionar sobre nada que no sea el presente. Cada vez que tiene la tentación de hacerlo, se marcha a la siguiente parada. Su comportamiento deja perplejos a los que le ven atravesar sus piscinas. Claramente saben cosas muy preocupantes de su pasado que él no quiere recordar.
De estos meses, los madrileños hemos salido con cara de nadadores. Los que hemos estado en casa, tenemos las facciones blandas y arrugadas, como si hubiésemos estado en remojo. Los que han permanecido en primera línea tienen las marcas de las las EPIS grabadas a fuego sobre la piel, como si hubiesen estado flotando en sudor.
Ahora que ya hace calor, resulta facilísimo imaginarse a Ned Merrill en Madrid. Empezaría su periplo en Carretera del Pardo, s/n (la dirección de Zarzuela) para dirigirse hacia el Complejo Deportivo Somontes donde le esperaría una piscina olímpica. Grácil, la atravesaría, y pondría rumbo a la que fue la plancha de agua más grande de Europa, la del Parque Sindical de Puerta de Hierro. Después haría un triple tirabuzón desde los trampolines de la piscina de la Complutense, a los que hace años que no sube nadie. Los estudiantes que pasan el día con las piernas a remojo en la bañera de saltos le jalearían. Él, henchido, atravesaría el Parque del Oeste para finalmente lanzarse, en un salto suicida, de cabeza al Manzanares.
Hace solo dos meses de aquellos titulares terribles. La ciencia aún tiene que explicar muchas cosas sobre esta pandemia. Una de ellas es la extraña noción del tiempo que ahora manejamos y lo rápido que queremos olvidar.
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