Al rescate de dos millones de topónimos a través de una ‘app’ para salvar la memoria de los abuelos
La Real Academia Galega impulsa la mayor recogida de nombres de lugar acometida en Europa en una comunidad, Galicia, que suma más de un tercio de todas las entidades de población de España
El lingüista alemán Joseph M. Piel (1903-1992) defendía que Galicia es “el paraíso de la toponimia, por la riqueza, por la abundancia y por la variedad” de nombres de lugar, según recuerda el profesor de la Universidade de Vigo Gonzalo Navaza, uno de los mayores expertos españoles en la nomenclatura del paisaje. El agua, su abundancia en todas partes, es la principal de las causas. Podría pensarse que otros territorios de caprichosa y verde orografía, más al norte, castigados o bendecidos por la humedad del Atlántico, tendrían una cantidad de topónimos y microtopónimos comparable con la galaica, pero los ocho especialistas, filólogos y geógrafos, que integran la Comisión de Toponimia y el Seminario de Onomástica de la Real Academia Galega (RAG) aseguran que no conocen nada igual. La facilidad para encontrar agua trajo consigo la dispersión de la población, la posibilidad de “vivir autárticamente”, dice Navaza, y un sentimiento de posesión de aquello que se nombraba en un suelo dividido hasta la extenuación en minifundios. Galicia es tan peculiar en esto que hasta la medida tradicional del campo, el “ferrado”, tiene un tamaño diferente en cada lugar: a más fertilidad de la tierra, más pequeño.
Según la página Toponimia de Galicia de la Xunta, la comunidad representa solo el 6% del territorio de todo el Estado, pero contiene “sobre un tercio (38.500) de las entidades de población de España”. Son en total 29.574 kilómetros cuadrados repartidos en 313 municipios, más una de las costas más extensas, repleta de pliegues, rías e islotes. Y, partiendo del cálculo de que existen “al menos” 65 nombres de lugar por cada uno de estos kilómetros cuadrados (aunque hay zonas con más de 100, 170 en el Ayuntamiento de Cangas do Morrazo, en la ría de Vigo), la Real Academia, con el apoyo de la Xunta de Galicia, se ha lanzado a la caza de al menos dos millones de microtopónimos. “Un millón y medio en tierra y otro medio millón en la costa”, explica el filólogo Vicente Feijoo, también académico de la lengua y coordinador técnico de Galicia Nomeada, la herramienta informática que se multiplica entre los móviles y ordenadores de los habitantes de la comunidad para registrar la mayor cantidad posible de denominaciones, antes de que se pierdan en el olvido.
“Es una carrera contra el reloj”, avisa y lamenta este filólogo que lleva décadas cosechando, “sin prisa”, para su tesis, nombres de piedras singulares en el paisaje. De momento, tiene unos 12.000 registrados, y en bastantes casos la roca que dio nombre al punto geográfico ya ni existe. El envejecimiento de la población y el abandono del campo en una comunidad autónoma que ya suma 1.900 aldeas desiertas, más de 1.100 con un vecino y casi 13.000 con menos de 10 almas juegan en contra, borrando ese legado. “Hay nombres que solo viven en la memoria de los mayores”, recalca Navaza, que sospecha que en realidad existen bastantes más de dos millones de microtopónimos y teme que la campaña de rescate haya llegado ya tarde para muchos de ellos. “Yo siempre digo que hay más nombres de lugar que habitantes”, recuerda, en una comunidad con poco menos de 2,7 millones de personas.
La divulgación de la app creada para registrar y georreferenciar los nombres de lugar que solo los vecinos conocen, con sus exactas coordenadas, sus diversas formas de pronunciar, sus fotos y las historias locales que circulan sobre el origen del topónimo se hace poco a poco, con un calendario de visitas que cada año avanza unos cuantos municipios. Este programa itinerante se llama Toponimízate y nació incluso antes que la aplicación, en 2017, para ir anunciando el ambicioso proyecto que supone rescatar dos millones de topónimos. La temporada de Toponimízate se retomará, después de las vacaciones, el 30 de agosto en Abadín (Lugo), con una charla en la casa consistorial, y seguirá en septiembre en Antas de Ulla (Lugo) y Salceda de Caselas (Pontevedra).
En cuanto Feijoo, Navaza y otros miembros del Seminario de Onomástica pasan por un municipio, el mapa del lugar empieza a salpicarse de pines y nombres de fincas, de montes, de caminos, de cruces, de peñascos, de fuentes, de arroyos, de cascadas o de cualquier otra singularidad del terreno. “La gente sale muy emocionada, y el voluntariado es intergeneracional”, explican.
Los abuelos van diciendo los nombres, los hijos se preocupan por registrarlos, los nietos se manejan con la aplicación. Al mismo tiempo, las charlas se extienden por centros sociales y culturales y por aulas de instituto, y los profesores ponen a los chicos la tarea de interrogar a sus mayores y volver el lunes con diez nombres de lugar. Cada vez que un particular incorpora un microtopónimo, el equipo que dirige Vicente Feijoo se pone a comprobar. Busca en fuentes escritas, porque hay localizaciones que ya aparecen registradas en documentos de hace mil años, eclesiásticos y civiles, y si hay dudas sobre su forma correcta se consulta con informantes de la zona. “Uno e los dos técnicos se pasa las mañanas enteras haciendo llamadas”, confiesa el investigador. A los pocos días, un correo electrónico pone al tanto al aportador del nuevo topónimo del resultado de ese rastreo. De momento, con la app en marcha desde poco antes de la pandemia, la RAG ha cosechado 80.000 nombres de lugar desconocidos, que suman más de medio millón unidos a los que se registraron en planes anteriores durante más de una década.
Así aparecen microtopónimos que en su origen hablan de las formas del agua y del tipo de terreno; del nombre que tenía el primer amo y señor de la tierra; de las flores, de los árboles, de los cultivos o de los animales que allí abundan o abundaron en tiempos muy lejanos. Sucede, por ejemplo, con Oseira o con Tanxugueiras, el topónimo que revela la existencia de teixugos (tejones) y que dio a conocer en toda España el trío gallego que en 2022 acarició las puertas de Eurovisión. Joseph M. Piel también calculaba que, al menos, un 10% de los topónimos gallegos son “irremisiblemente oscuros” en cuanto a su origen y sentido.
Hay nombres de lugar prerromanos, sobre cuyo significado, apunta Navaza, solo “se pueden construir hipótesis”; latinos, de los que es más fácil “saber el significado”; y de épocas posteriores. Algunos tan posteriores que prácticamente acaban de nacer, pero que ya se han asentado, hasta el punto de que hay barrios y enclaves que adoptaron, como en otros lugares de España, los nombres de Corea, Wichita, Katanga o Gurugú, en los momentos en que estos escenarios cobraron relevancia histórica.
En un municipio de Ourense había una curva famosa por la cantidad de accidentes de tráfico y fue perdiendo su viejo nombre a favor del burdel que allí funcionaba. Ahora todo el mundo conoce aquel paraje como la Curva da Tropicana. En la costa sur de Pontevedra, hay una roca en el mar con un agujero que produce un silbido cuando baten las olas. Ese punto geográfico es O Pita o Tren, así que el topónimo no puede venir de muy lejos: el primer ferrocarril de Galicia se inauguró en 1873.
“Veinticinco años dedicado a la toponimia y no dejo de sorprenderme. Me llaman especialmente la atención los microtopónimos que son una frase”, comenta Feijóo cuando se le pregunta por casos curiosos. “Se repite por muchos lugares A Pedra que Fala o A Lama que Treme” (la piedra que habla, el barro que tiembla), apunta. Al sur de Vigo hay un paraje que se llama Onde fumegha a vella, que podría entenderse, a ojos del siglo XXI, como “donde humea la vieja”, pero aquí “vella” seguramente hace referencia a una masa de agua, una cascada y el vapor o ambiente húmedo que puede generar.
En la Serra do Xurés (Sur de Ourense), un vecino le contó a Navaza que un lugar de la montaña se llama Onde Morreu Martiño (”donde murió Martín”). Intrigado por el origen, el académico le preguntó la causa. Le aseguró que era por un cazador al que le habían disparado “antes de la guerra”. No era tal. El profesor descubrió que Ubi Moruit Martinu ya aparecía en documentos milenarios del Monasterio de Celanova.
Cuenta Feijoo que, en su rastreo del territorio en busca de piedras con nombre propio, se ha encontrado ya “cincuenta y pico Penedos (peñas, peñascos) de Santiago”. Son rocas que tienen labrada la marca de una herradura o alguna cruz, normalmente para señalar límites entre demarcaciones de señores territoriales. Pero la tradición oral repite una y otra vez que es la huella que imprimió el prodigioso caballo del Apóstol cuando se impulsó para cargar contra los infieles. Este tipo de leyendas, y muy en particular acerca de “mouros” (moros) y “mouras”, proliferan en cuevas y cientos de formaciones rocosas por toda Galicia.
Otras rocas que emergen del mar y son un peligro para la navegación se llaman “traidora” o “falsa”, pero entre los nombres de lugar hay algunos transparentes y otros muchos, muchísimos, que no son lo que parecen. En la comunidad hay un Exipto y un Cairo; hay un Vilapene (que viene del genitivo del nombre personal Pennius), una aldea denominada A Picha y varios lugares conocidos como Castrado. También hay un Nirvana, un Paraíso, un Vilamor, y un Cariño y un Carantoña de origen prerromano (con la raíz car, que significaría piedra). Hay aldeas que por su forma se bautizaron como Rabo de Gato, de Lobo, de Porco. Hay un Gruñido, un Mogollón. Y además, un Gatomorto y un Mouromorto, un Cabrito Morto y, de nuevo, una Moura Morta. Por haber, en Galicia hay hasta una Fístula y varios Marabillas; un Salto do Ladrón y un Xogo (juego) de Bóla.
De la Agolada gallega a la Igualada catalana
Muchos topónimos se repiten en variadas formas a lo largo y ancho de toda la geografía, pero hay al menos 30.000 diferentes, una riqueza “única en Europa” y “una de las mayores del planeta”, asegura el coordinador de Galicia Nomeada. Este tesoro no solo sirve para comprender lo que hay aquí, la tierra y su historia, sino para descifrar el verdadero significado de otros topónimos en el resto de la Península Ibérica. Hay escudos heráldicos en toda España que representan el apellido y topónimo Bolaño o Bolaños con una hogaza de pan (bola en gallego) y un cordero (año).
Uno de esos Bolaño está en Castroverde (Lugo), y en la noche de los tiempos se pierde la historia de un asedio protagonizado por sus vecinos en el que los sitiados lanzaron un cordero y un pan al enemigo, para jactarse de que aún les sobraba comida. Gonzalo Navaza participa también en un proyecto que conecta a toponimistas de toda la Península, y cuenta que fue gracias a los lugares que en Galicia se llaman Golada o Agolada (”auga levada” o “agua llevada, transportada”) como se pudo descubrir que Igualada (Barcelona) tenía la misma etimología.
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