Un día con Pedro Sánchez, deprisa deprisa
El candidato socialista trata de compaginar la campaña con sus obligaciones como presidente del Gobierno en un entorno blindado
Este es el último marcaje al candidato. Hemos seguido a Alberto Núñez Feijóo por Murcia, a Santiago Abascal por Valencia, a Yolanda Díaz por Madrid y ahora nos falta Pedro Sánchez. Hablamos con su equipo de comunicación. La cosa está apretada. El tiempo se ha echado encima y, además, el candidato del PSOE tiene que compaginar la campaña electoral con sus obligaciones como presidente del Gobierno.
—Ya solo hay dos posibilidades de que lo acompañéis —explica uno de sus colaboradores más cercanos—. O el sábado a Valencia o el domingo a Barcelona.
—¿Y cómo viaja?
—El sábado en AVE y el domingo en avión.
—¿En el Falcon? —preguntamos con una ilusión cercana al morbo que nuestro interlocutor arranca de cuajo.
—Qué va. Están las cosas como para viajar en Falcon... Vamos en un avión que ha alquilado el partido, y además no hay sitio.
Así que aquí estamos, en la estación de Atocha de Madrid, a las nueve de la mañana del sábado 15 de julio, en una sala de autoridades vacía, esperando a Pedro Sánchez. Ya para entonces hemos recibido la llamada de un número desconocido que resulta ser del equipo de seguridad del palacio de La Moncloa para confirmar que todo está en orden.
La salida hacia Valencia es a las 09.40. El presidente se presenta un cuarto de hora antes y se dirige directamente al baño mientras consulta un teléfono móvil con funda roja. Es una imagen que se repetirá a lo largo del viaje. La del presidente mirando su teléfono o hablándole a su teléfono mientras camina. No se sabe si es casualidad que a Pedro Sánchez lo llamen durante esos trayectos vacíos, pero el caso es que —queriéndolo o sin querer— la postura le confiere una cierta distancia, una especie de blindaje, en relación con su entorno. Un segundo cinturón de seguridad. Porque el primero —el de verdad— ya lo ha establecido el equipo de escoltas de la presidencia del Gobierno, policías de americana, audífono y pin en la solapa que se han desplegado por el andén de Atocha que tiene que recorrer el presidente. Solo desentona en la coreografía un tipo de mediana edad, zapatillas blancas, vaqueros despintados y mochila verde que se ha colado en medio de la zona de seguridad. El típico veraneante despistado que luego resulta también que es policía. Pedro Sánchez, rodeado de sus escoltas y acompañado únicamente por dos colaboradores, se dirige al tren. Es curioso, porque toda la estación parece el vagón de silencio. Los viajeros observan al presidente sin decir una palabra más alta que otra. Ya a bordo, uno de los colaboradores exclama: “Para que luego digan que el presidente no puede andar entre la gente”.
El AVE va lleno. En uno de los extremos hay un pequeño habitáculo separado del resto que hace las veces de sala de autoridades. No tiene lujos ni servicio adicional, solo el privilegio de la privacidad. Las dos filas de asientos están alineadas de espaldas a las ventanas, de tal modo que más que vagón, parece sala de estar. Aquí tenemos la oportunidad de hablar con el presidente apenas unos minutos después de que el tren se ponga en marcha. Pedro Sánchez tiene cara de sueño. En el apoyabrazos de la derecha tiene una carpeta repleta de papeles. Y en el de la izquierda, otra con unos folios sueltos.
—¿Es trabajo para el camino?
—Hay que seguir gobernando a pesar de que estemos en campaña. Esta carpeta —la gruesa— son cosas del Gobierno que tengo que leer, y luego me meteré con el mitin.
—¿Se esperaba que esta campaña fuera tan bronca?
—La derecha siempre polariza cuando está en la oposición, y yo creo que la ultraderecha ha copiado sus técnicas. Su estrategia es plantear una falsa disyuntiva que en realidad es muy peligrosa: el sanchismo o España. Es como decir: todos aquellos que no voten al Partido Popular no son españoles.
—¿Y eso personalmente desgasta?
—Me lo tomo con deportividad, porque sé que no es a mí a quien quieren derogar, sino los avances que hemos conseguido, la España moderna que hemos ido construyendo. Pero fíjate. Echo la vista atrás y me doy cuenta de que yo gané dos primarias contra todo pronóstico, gané una moción de censura contra todo pronóstico, tuve que ganar cinco elecciones en 2019 también contra todo pronóstico… Lo que quiero decirte con esto es que nunca he tenido unas elecciones fáciles. A mí los pronósticos no me hacen mella; es más, me refuerzan en la determinación de que esta es la guía que el país tiene que seguir. Y, además, a mí me gustan las campañas electorales.
—¿Incluso esta?
—Sí, porque soy una persona muy competitiva. Me exijo mucho a mí mismo y al final incluso me lo paso bien.
El tren llega a Valencia y la comitiva del presidente se dirige al Palacio de Congresos, donde unos 2.000 militantes socialistas lo esperan desde hace rato. No hay tiempo para prolegómenos. Pedro Sánchez saluda brevemente a los cargos del partido y empieza el mitin. Antes del candidato socialista, cogen el micrófono Ximo Puig —ya de despedida— y la ministra Diana Morant. Pedro Sánchez entra fuerte: “¿Sabéis qué va a pasar el 23? ¡Que vamos a ganar las elecciones!”. La gente, que no ha venido a otra cosa que a intercambiar ánimos con su líder, se pone en pie y corea: “¡Presidente, presidente!”. El mitin termina con el tiempo justo para salir pitando hacia la estación y llegar al tren de las 13.45. El presidente ha estado dos horas y 10 minutos en Valencia. El martes siguiente aún estará menos tiempo en San Sebastián, adonde llegará tarde al mitin del Kursaal y perseguido además por la polémica —aventada por el PP— de no haberse quedado en Bruselas a la rueda de prensa posterior a la cumbre entre la UE y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). Pero da igual. A un mitin no va nadie a convencer ni nadie a ser convencido. Es más un acto de reafirmación. Sánchez llega y se va deprisa, deprisa. Durante la campaña —y mucho antes—, la oposición ha querido, y conseguido en muchos casos, dar la imagen de un presidente del Gobierno poco querido que viaja en Falcon porque no puede andar por la calle. Seguramente no es verdad. Pero los hombres de la americana, el pinganillo y el pin en la solapa no están dispuestos a comprobarlo.
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