El miedo a ganar las elecciones
Me planteo hasta qué punto un Gobierno condicionado por fuerzas que representan extremismos irrelevantes de la sociedad española es capaz de reflejar los deseos de la mayoría o más bien los adultera
Tras las elecciones alemanas (occidentales) de 1953, que Adenauer ganó por goleada, Horst Ehmke zascandileaba modorro por la sede del Partido Socialdemócrata, en el que militaba con todo el entusiasmo de sus 26 años y donde haría carrera hasta ser ministro en el último Gobierno de Willy Brandt. Un compañero de la vieja guardia que había sobrevivido a Hitler y estaba de vuelta de todos los viajes posibles lo encontró lloriqueando y le preguntó por qué estaba tan triste. “Porque hemos perdido”, respondió Ehmke. El viejo socialdemócrata se carcajeó y le dijo: “¡Ánimo, muchacho! Podría ser peor. Podríamos haber ganado”.
El militante viejo no quería que el partido perdiera su ardor revolucionario en las poltronas del Gobierno. Hoy, el miedo a ganar lo inspiran las razones contrarias: que un partido de vocación templada se vea forzado a calentarse para no enfadar a los socios.
En lugar de cambiar la chaqueta de pana por la de seda italiana, como hizo Felipe González, ganar las elecciones implica ahora remangarse y seguir mitineando. Ya hemos visto estos cinco años cómo los socios proponen, y Pedro Sánchez no siempre dispone. Desde que Aznar confesó, para cortejar a Pujol, que hablaba catalán en la intimidad, los presidentes que dependen de socios a su izquierda o a su derecha son Fernando Galindo en Atraco a las tres: un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo. Como ya anticipan la infamia de María Guardiola y la agramaticalidad del acuerdo de Gobierno valenciano, si los votos le favorecen, aún veremos a Feijóo vestido de montería y a caballo, galopando con Abascal tras escupir la moderación en una escupidera del Far West con el logo de Vox.
No es extraño que algunos militantes populares y socialistas, tan socarrones como silenciosos, teman la victoria de sus partidos, como aquel viejo socialdemócrata alemán. Saben que su triunfo supone su derrota. En el mejor de los casos, implica una rendición parcial que debería preocupar a todos los votantes, porque, en última instancia, traiciona la voluntad popular: no parece muy afín al criterio de representatividad que grupos minoritarios a los que vota una parte mínima del censo impongan su programa. A mí no me preocupan los desencantos de los viejos militantes, pero sí me planteo hasta qué punto un Gobierno condicionado por fuerzas que representan extremismos irrelevantes de la sociedad española es capaz de reflejar los deseos de la mayoría o más bien los adultera. No lo tengo claro, pero merece un debate más serio y profundo que la apostilla socarrona del viejo socialdemócrata alemán.
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