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Columna
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Coches contra los progres

La izquierda ha hecho bandera municipal de la cochefobia. Como reacción, la derecha ha abrazado los coches y amenaza con meterlos hasta la cocina

Contaminación Caravana
Tráfico en la M-30, en Madrid.Claudio Álvarez
Sergio del Molino

Entre mis muchos defectos se cuenta que me gusta conducir. Racionalizo lo insostenible que es poseer un cacharro molesto, contaminante y acaparador de espacio en las vías públicas diciéndome que lo necesito y que mi vida sería imposible sin él, pero la verdad sin trampantojos es que disfruto haciéndole kilómetros. No solo doy por buenas todas las incomodidades que conlleva, sino que asumo mi paradoja, pues me disgustan los coches por las ciudades tanto como me gusta conducirlos. Soy un peatonalizador radical. Si de mí dependiera, peatonalizaría hasta los parkings. Aplaudo todas las políticas urbanas contra los coches, aunque me afecten de lleno: vivo en el centro de una ciudad con restricciones, en un edificio antiguo, sin garaje y sin posibilidad de aparcar o de parar cerca. Mi vicio de conducir me sale caro en dinero y en molestias, pero lo pago con gusto, y estoy dispuesto a pagar más a cambio de no tener monstruos con ruedas en mi calle.

Por eso no entiendo que se ideologicen estas cuestiones. La izquierda ha hecho bandera municipal de la cochefobia. Como reacción, la derecha ha abrazado los coches y amenaza con meterlos hasta la cocina, ahora que gobierna casi todas las capitales. Hacer casus belli de una tendencia urbanística consolidada y consecuente con los valores humanistas y ecologistas que deben imperar en nuestra pobre Europa es ridículo.

Se da la ironía, además, de que la peatonalización suele beneficiar a los barrios de rentas altas que votan mayoritariamente por partidos procoches, mientras perjudica a las clases populares que viven en periferias con transportes públicos penosos y dependen de un auto para sus largos desplazamientos diarios. Entendería una crítica de izquierdas a la peatonalización, por castigar a los trabajadores, imponiéndoles peajes y complicando aún más sus muy complejas vidas. De hecho, esa crítica existe, aunque apenas se escucha: César Rendueles ha escrito algo al respecto, denunciando que el urbanismo ecofriendly está al servicio de esnobs que no saben lo que es parar la furgoneta en carga y descarga a las seis de la mañana. Pero una crítica de derechas es profundamente estúpida. Pocos personajes contemporáneos hay más borregos que el comerciante que protesta porque peatonalizan la calle donde luce su escaparate.

Si mi oponente dice arre, yo digo so. Aquí —lo hemos visto en la constitución de las nuevas asambleas autonómicas y ayuntamientos— se habla el lenguaje del trágala, la demolición de la obra del otro solo porque es del otro. ¿No queríais menos coches, malditos progres? Pues los vais a tener hasta por las aceras. Y así, con todo.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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