El ‘mientras tanto’ es pactar con los socialistas
La amnistía no ha dado alas al independentismo sino todo lo contrario. Que se olviden de la autodeterminación y del pacto fiscal a la vasca
No es poco vencer en votos y en escaños y obtener una posición privilegiada para formar gobierno. Tanto con la izquierda —con la fórmula del tripartito ya utilizada en dos ocasiones entre 2003 y 2010—, como con la derecha nacionalista —la famosa e inédita sociovergencia—, sin excluir el Gobierno en solitario en una geometría variable de apoyos parlamentarios. Es un buen punto de partida para romper el bibloquismo, los vetos y las líneas rojas y, comparativamente, el mejor resultado obtenido por el socialismo catalán en unas elecciones autonómicas. La duda es saber si tan clara victoria es suficiente en la actual Cataluña fragmentada y dividida, propensa a la vetocracia y con fuerzas independentistas enredadas todavía en la retórica secesionista, que son las que garantizan mayorías en Madrid mientras mantienen dura competencia con el PSC en Cataluña.
Los resultados de los desafíos dos a dos también son claros. Salvador Illa gana a Carles Puigdemont. Puigdemont gana a Pere Aragonès. El socialismo vence al Partido Popular. El pospujolismo vence a Esquerra Republicana. Gana la izquierda, pero la derecha se endurece en sus dos versiones, la catalana y la española. Pedro Sánchez puede respirar tranquilo, ya van dos elecciones sucesivas —las vascas y las catalanas— en las que es Alberto Núñez Feijóo quien sufre. Solo quedan las europeas para culminar la serie, de la que la derecha española quería deducir el ineluctable y ansiado relevo en La Moncloa.
Se entiende muy bien la intensidad de la mirada española sobre estas elecciones. De un lado, por su significado respecto a la aventura secesionista: es el regreso a la normalidad y por tanto su clausura electoral. La amnistía no ha dado alas al independentismo sino todo lo contrario. Que se olviden de la autodeterminación y del pacto fiscal a la vasca quienes lo reivindican desde Cataluña y quienes lo esgrimen como espantajo desde Madrid. Este camino lleva a nuevas elecciones, en las que sufrirán más quienes ya han sufrido ahora, como se ha comprobado en las generales españolas en varias ocasiones. Del otro, por sus efectos de carambola para la estabilidad del Gobierno de coalición de izquierdas de Pedro Sánchez y, especialmente, sobre su heteróclita mayoría de investidura.
Podría añadirse la partida que se juega entre PP y Vox, el molesto e imprescindible socio en numerosos gobiernos autonómicos y municipios. E incluso una cuarta, que enriquece la mirada española con la europea, respecto al futuro de una coalición de la derecha con la extrema derecha que promete proyectar su fuerza en las mismas instituciones de la Unión Europea si los resultados de las elecciones europeas son lo que ya indican los sondeos. La fuerza de Vox en Cataluña es un inquietante síntoma de la sintonía de una de las regiones más europeístas con la marejada ultra de fondo a la que está sometido el continente, ante la que tanta sensibilidad está demostrando el Partido Popular europeo.
Después de tantas elecciones cargadas de trascendencia por las hipérboles históricas del proceso independentista, resulta que estas elecciones han interesado más fuera de Cataluña, en el conjunto de España e incluso en Europa, que las anteriores elecciones convocadas con propósitos plebiscitarios y decisivos para el futuro de Cataluña desde 2012. Ha sido fundamental la aportación de Puigdemont, el candidato más excéntrico y colorista y con mayor proyección internacional por sus rocambolescas peripecias y sus enfáticas y desafiantes proclamas, enriquecida por su atípica e hiperpersonalista campaña desde la Cataluña francesa, incluidas las peregrinaciones diarias a los mítines celebrados en Elna.
El mientras tanto que deseaban organizar los independentistas para vestir la derrota de 2017 y esperar al próximo envite exige ahora pactar con el PSC. No hay otra forma de seguir gobernando en Cataluña, si no es en coalición con los socialistas, una operación amarga para quienes se enredaron en el unilateralismo, en la que cabe la ironía de que compitan de nuevo Esquerra y Junts, ahora no para romper sino para pactar y regresar a los cauces constitucionales. Una negativa de Esquerra, la fuerza llamada en primer lugar, podría conducir a un cambio de actitud de Junts. Quizás a Illa no se le ofrecerá la oportunidad de escoger, ni tan si quiera le hará falta, porque las dos fuerzas con las que puede sumar sí pueden escogerle para mantenerse en el calor del Gobierno, al que tan acostumbrado estaba Junts, en vez del frío de la oposición.
Estas elecciones señalan los límites del independentismo y su pérdida de centralidad. La etiqueta no desaparecerá de los partidos que la han ido adoptando en los últimos años, que ahora ya son cuatro en el Parlamento, pero el resultado electoral obligará a convertir lo que hasta ahora ha sido un programa y una agenda política, incluso a corto plazo, en una denominación ideológica más, en la que solo se hace explícito el deseo más genuino y utópico del nacionalismo, oculto en la entera etapa pujolista.
El conjunto del nacionalismo de Gobierno, Junts y Esquerra, deberá gestionar este deseo tanto en Madrid como en Barcelona mirando hacia adelante y pensando en los intereses del país en vez de las cuentas pendientes entre ellos, los resentimientos de sus líderes enfrentados y el proyecto fracasado de ruptura constitucional y de independencia unilateral. Una vez clausurado el proceso independentista, no parece un buen negocio ni una gestión inteligente de la vida política una actitud que signifique mantener a Cataluña todavía escasamente gobernada, después de tanto desgobierno, y que a la postre sirva para conducir a un relevo próximo en La Moncloa, en la que sean PP y Vox los que sucedan a PSOE y Sumar. El mientras tanto tiene un largo futuro por delante.
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