Juguetes rotos en Cataluña
Puigdemont y Junqueras son prescindibles, se les besará reverencialmente la mano como a sacerdotes o escribas. Pero ya no lo son
Las tómbolas dejan juguetes rotos. La del 14-F catalán también. Los principales son dos: Carles Puigdemont y Oriol Junqueras. Cuesta entonar su réquiem (político) porque sus resultados no parecen catastróficos. Porque al cabo parecen ser los iconos, el segundo y el tercer partido de Cataluña. Porque han sorbido mucha cámara, y todos tienen derecho a resucitar de entre sus cenizas. Y porque tendemos a pronosticar el futuro con los viejos paradigmas del pasado.
Pero la realidad es cruel. Ambos son prescindibles. La prueba es que sus propios partidos han prescindido de ellos como líderes en el mundo real, más allá de su carácter totémico derivado de su condición sacrificial. Se les besará reverencialmente la mano como a sacerdotes o escribas. Pero ya no son.
Son solo la generación jubilada... a hurtadillas. Ninguno de los líderes de los partidos de hoy compartieron con ellos la primera fila en el fracaso de la levantisca operación de otoño de 2017, su referéndum ilegal y su efímera república. El desastre puede a veces disimularse con cosmética, pero los inteligentes no suelen comulgar con ruedas de molino: su balance exhibe, como pocos en los dos últimos siglos, fractura social, erosión institucional y declive económico.
El saldo de ambos tótems da un cero infinito. No solo es el propio de los perdedores, aunque algunos de sus seguidores gocen de buena salud. Es también el de quienes han mostrado con obscenidad pública sus desavenencias; sus deslealtades; sus traiciones mutuas; su impasible y frívola ignorancia de las preocupaciones ciudadanas. Sus libros dan cuenta del nimio interés que dispensan a las tribulaciones de la gente común, puestas en sordina gracias al apasionamiento por las querellas con el protagonismo rival. Algo extemporáneo cuando empieza a palparse el imperativo categórico de la conciliación, la transversalidad, el reagrupamiento nacional.
Hay diferencias. El caso de Puigdemont es peor. Su áurea resistencial se contornea quebrada, salvo a ojos de sus fieles irreductibles. La corte de Waterloo se destiñe. No ordena. Su segunda, la presunta corrupta, le desafía. El de Junqueras lleva matices. Pero en este tránsito ha surgido un Oriol distinto: la pretensión ecuménica se ha trocado en inquina, en rabia, incluso en odio. Entre rejas, ya todo se comprende. Comprendemos. Pero cuando él se mire al espejo no se gustará. El peor castigo.
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