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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

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Ahora que las fiestas apagan sus últimas luces y tantos pueblos quedan en suspenso hasta Navidad, la despoblación volverá a desplegarse con toda su crudeza en miles de pueblos de la España interior

Paco Cerdà
Vista de Ademuz, en la Comunidad Valenciana.
Vista de Ademuz, en la Comunidad Valenciana.ELVIRA LINDO

El origen. El regalo por su ochenta cumpleaños ha sido una tarjeta con cuatro palabras: “Viaje al pasado: Ademuz”. Me lo contaba esta semana su hija, periodista de televisión. Ella se había entusiasmado con la idea: darle una sorpresa a su madre y acompañarla, casi medio siglo después, allá donde se encuentran sus orígenes familiares. Virginia, octogenaria, ya nació en Barcelona. Pero su madre era de Ademuz, y de allí partió en la inmediata posguerra para ponerse a servir en una casa bien de la gran ciudad. Atrás quedaban las tierras ondulantes del Rincón. Tocaba luchar, cambiar los horizontes anchos por los cajones ordenados, dejarse la piel para formar una familia y nunca, nunca, mirar atrás. Así se conjugaba el desarollismo: en presente continuo. El pasado y el futuro eran recuerdos y quimeras: lujos de clase alta. Pero el tiempo pasó. Pasó hasta completar una vida entera y casi toda la vida de la siguiente generación. Este verano, cuando Virginia recibió la tarjeta, se quedó parada. Desconcertada. Preguntó a sus hijas que por qué tenían que ir a Ademuz. Que allí ya no quedaba nada. Que no veía interés alguno en el viaje. Las hijas se pusieron románticas: los orígenes, las raíces, la memoria familiar, un viaje juntas allá donde todo empezó.

Volver.

Su madre las miró.

Les contó que ella no guardaba un buen recuerdo de aquel pasado.

Les contó que las primeras veces que visitó el pueblo de sus padres solo vio miseria. Ni siquiera agua potable. Mucho menos un inodoro: solo las cuadras de los animales.

Les contó que cuando sus padres emigraron, la poca familia que quedó en el pueblo no les ayudó demasiado. Nunca entendieron, quizá nunca aceptaron, aquel abandono.

Las hijas, sorprendidas, escucharon.

El destino. La Central del Raval rebosa novedades, pero me llevo un libro muy apropiado al final del verano. Se titula Nagori. La nostalgia por la estación que termina, de Ryoko Sekiguchi.

Nagori es una palabra intraducible que encierra todo un mundo. Su etimología se remonta al rastro que dejan las olas después de retirarse de la playa: surcos en la arena, algas, conchas, vestigios de mar. Es una versión japonesa de la saudade, pero con matices únicos.

Nagori implica una suerte de resignación, la idea de un destino que no se puede cambiar.

Nagori es también la atmósfera de algo que ya no existe. Como la de un pueblo que evoca el recuerdo de quienes lo habitaron.

Nagori es lo que queda tras el paso de una persona, de una vivencia, de un objeto.

Nagori es el momento de la despedida y el deseo de volver.

“Ninguna despedida, ninguna separación –escribe Ryoko Sekiguchi–, tiene lugar en un único instante. Aunque el momento de la partida dure apenas un segundo, permanecen aún las olas, la luz que ha dejado el tiempo compartido”.

El viaje Al final, claro, Virginia se dejó convencer. El viaje de Barcelona a Ademuz –los dos padres con sus hijas— es este mismo fin de semana. Llegarán a un pueblo que tenía cuatro mil habitantes en 1940; hoy son mil, apenas dos mil en toda la comarca. Ahora que las fiestas apagan sus últimas luces y tantos pueblos quedan en suspenso hasta Navidad, la despoblación volverá a desplegarse con toda su crudeza –que es el silencio– en miles de pueblos de la España interior. El debate territorial se reaviva. Catalunya es la gran cuestión. Mientras, los paisajes del Rincón de Ademuz –y de la Serranía, y dels Ports, y del Alto Mijares, y del Valle de Cofrentes-Ayora, y del Maestrat, y de l’Alcalatén– van enmudeciendo lentamente, quedamente.

Hoy Virginia está en Ademuz. Puro nagori.

Volver a qué. Volver a dónde.

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