Sus señas de identidad
Mazón necesita centrar la acción de la Generalitat en el espectáculo. Y el asunto del uso de las otras lenguas españolas en el Congreso de los Diputados le ha tendido la alfombra para agitar la bandera del victimismo por la supuesta marginación del valenciano
No falla. Cada vez que al PP de aquí no le salen las cuentas, levanta la tapa de la alcantarilla de la identidad valenciana y echa latas de gasolina sobre la lengua. Es un chicle muy mascado, pero al presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, le permite simular movimiento de mandíbula en su parálisis, mientras acumula insolvencias para poner en marcha, no ya el curso escolar, sino la legislatura y (más allá de efectos de discomóvil) no da muestras de iniciativa política. El verano azul se ha llenado de nubarrones, el globo de Feijóo se deshincha y su desesperado pacto con Vox (ahora a la baja y en convulsión implosiva) ha pasado factura en las generales y cada día es más indigesto. La realidad se vuelve compleja y quienes han financiado la travesía del desierto achuchan para recuperar la inversión. Y mientras tanto, el diablo va cargando la bajada de impuestos sobre una comunidad infrafinanciada. Se acabó el confeti, llega la tinta de calamar.
Así las cosas, para solapar sus problemas, Mazón necesita centrar la acción de la Generalitat en el espectáculo. Y el asunto del uso de las otras lenguas españolas en el Congreso de los Diputados le ha tendido la alfombra para su número de lo nunca visto: agitar la bandera del victimismo por la supuesta marginación del valenciano (que ya nadie habla en el Consell) y reivindicarlo contra el catalán. Desde que el invento permitió al franquismo blanquear su oscuro pasado (de régimen opresor a libertador del pueblo valenciano ante un abracadabrante imperialismo catalán), el PP (nieto del franquismo reformista y del franquismo irreformable) no ha soltado el bocado. Y ahora que vienen curvas, ahí está como siempre removiendo su poso genésico para preludio de una ley estelar sobre las señas de identidad, con la que pretende reglamentar a criterio del PP y Vox cómo tenemos que ser todos los valencianos.
La obsesión del PP valenciano con la identidad es más intensa que en los partidos independentistas catalanes, solo que aquí no es un instrumento de afirmación y protección frente al agujero negro ultramasivo de Madrid, sino una herramienta de hostigamiento al adversario. No surge de una inflamación sincera de valencianismo en su ideario (de patriotismo chico), sino de la necesidad de su poder corrosivo contra la izquierda. Es decir, su importancia no radica en qué se hace sino contra quién se hace. Una purga política en toda regla contra aquellos que han sido criminalizados ideológicamente desde que palmó el difunto. Y aquí es donde esa ley, aunque se envuelva con la senyera y Mazón se ponga el chaleco del Palleter, se da mano con el nazismo, el fascismo y el siniestro elenco de dictadores comunistas. Y para afinarla con la factura ultra, ahí viene la jefa del Secretariado de Cultura de la Brigada de Señalamiento Inmediato (“Tengo identificados a los agentes del pancatalanismo”).
Se diría que el anticatalanismo es la única identidad que ha podido desarrollar este partido, pese a sus casi 20 años en el poder y su aplastante sucesión de mayorías absolutas, que le pusieron en bandeja poder hilvanar una singularidad moderna de sí misma, íntegra, oxigenada, ilustrada, fiable, europea y sensible a los retos que empujan en el horizonte. Sin embargo, su propia fuerza gravitacional lo hunde en su raíz franquista y ante el peligro alimenta la paranoia de un conflicto lingüístico que siempre divide a los valencianos y solo gana el castellano. Porque, en el fondo, puede que solo se trate de eso. Dicho sea en la lengua de Miguel de Cervantes, el Marqués de Santillana y Garcilaso, que tanto admiraron la prosa de Joanot Martorell y la lírica de Ausiàs March. Y tanto respetaron su lengua.
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