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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La faraona, las egiptólogas lesbianas y la maldición del diplomático

Luis Melgar presentó en el Museu Egipci de Barcelona su nueva novela, que mezcla las vidas de la reina Hatshepsut y de un puñado de valientes pioneras modernas del estudio del Antiguo Egipto

Luis Melgar ante el templo funerario de Hatshepsut en Deir el-Bahari, Luxor.
Luis Melgar ante el templo funerario de Hatshepsut en Deir el-Bahari, Luxor.
Jacinto Antón

Llegué al Museu Egipci de Barcelona a la presentación de No olvidarás mi nombre, la nueva novela egiptológica del diplomático y escritor Luis Melgar como si saliera de una excavación en Luxor con mucho polvo, mucho calor y muchas momias. Pocas horas antes había desaparecido mi gato, Charly (la historia pide que se llamara Tutankamón, pero hay lo que hay), y llevaba un buen rato buscándolo angustiado mientras se aproximaba de manera inexorable el momento del acto de presentación, en el que yo actuaba como telonero de Luis. Como hay reformas en casa y no lo encontraba por ninguna parte pensé que Charly se había escapado a la calle en un momento de descuido de los albañiles. Dado que vivo en Sostres, donde llevamos dos años de la faraónica (precisamente) obra de las dichosas escaleras mecánicas del Park Güell, que parecen la Gran Pirámide, y el sufrido barrio está patas arriba, con zanjas, maquinaria, contenedores de escombros y tubos y cascotes desperdigados por todas partes (“en Sarrià no lo hubiéramos hecho así, no nos hubieran dejado”, me confesó muy pinturero el otro día un operario —desde luego ni en Sarrià ni en Karnak—), buscar al gato era una tarea ímproba. Y eso incluso con la ayuda del farmacéutico, los pakistaníes de la tienda de al lado y los vigilantes municipales de la escalera, que yo creo que los han puesto ahí para que no nos tiremos los vecinos desesperados de cabeza por las susodichas.

Charly apareció por fin: estaba en casa, tan ricamente instalado el tío detrás de los libros de la extensa (como puede imaginarse) sección de egiptología de mi biblioteca; pero yo llegué por los pelos al museo, sin tiempo a cambiarme, sudado, cubierto de polvo y con una cara de agobio por el susto de perder a mi minino como si hubiera visto levantarse la momia del Imhotep de Arnold Vosloo. Dado que me estaban esperando Mariángela Taulé, la directora del Egipci, con una severa conjuntivitis en sus bonitos ojos y Melgar con una brecha apenas cerrada en la ceja provocada al golpearse la cabeza hace unos días en el hotel Old Cataract de Asuán (hay sitios peores para accidentarse), me quedó claro que estábamos ante un caso evidente de maldición faraónica. En ese contexto, Charly era sin duda una manifestación de la diosa gata Bastet o peor aún de la divinidad leonina Sekhmet. No contribuía a serenarme el que el Museu Egipci acabe de inaugurar una gran exposición sobre El Libro de los Muertos

May Amherst.
May Amherst.Susun Wilkinson

Mariángela y Luis —que me recordó, no muy oportunamente, que la última vez que nos vimos llevaba un brazo en cabestrillo por un accidente—, trataron de tranquilizarme, pero yo creo que era porque la sala de actos del museo estaba a rebosar y si suspendíamos el acto por maldición igual se desataba el público en plan turbamulta por las salas como pasó en el Museo Egipcio de la plaza Tahrir de El Cairo durante la primavera árabe. Así que hice de tripas corazón (y valga la referencia a la momificación) y subí al estrado para presentar la novela que es estupenda. Luis Melgar, que sabe un montón del Antiguo Egipto y se inventa lo justo, cuenta en ella la vida de la reina Hatshepsut relatada por boca de su nodriza, Sitra-In, un personaje también auténtico. El novelista va narrando la existencia de esa mujer excepcional que reinó como faraón de pleno derecho, mientras en paralelo, en capítulos alternos, nos explica, novelándolas asimismo, las vidas de dos pioneras de la egiptología moderna que reivindicaron a su vez a Hatshepsut, la británica May Amherst (1857-1919) y la estadounidense Elizabeth Thomas (1907-1986). Ambas existieron y dejaron una huella importante en la disciplina, desbrozando valerosamente el camino a otras mujeres. Hoy, cuando tenemos tantas importantes egiptólogas —Mari Carmen Pérez Die, Myriam Seco, Maite Mascort, la propia Mariángela…— y nadie discute que dirijan misiones sobre el terreno, parece increíble cuántos prejuicios machistas, misoginia y sinsabores, de los que da cuenta Luis, tuvieron que afrontar sus predecesoras.

La momia de Hatshepsut, en 2007.
La momia de Hatshepsut, en 2007.REUTERS

De Luis Melgar ya nada puede sorprendernos desde que transformó en faraón queer a Akenatón en La peregrina de Atón y convirtió la muerte de Lord Carnarvon, el patrón de Howard Carter, en un asesinato y un entretenidísimo cluedo con grandes figuras históricas de la egiptología (aparte de husmear muy sugestivamente en la compleja sexualidad del descubridor de la tumba de Tutankamón) en La conjura del Valle de los Reyes (ambas novelas, como la nueva, publicadas por La Esfera de los Libros). De nuevo aquí muestra un interés muy actual (y personal: en primera fila en la presentación estaba su marido, Pablo, acompañado por la hija de ambos de siete años, la encantadora Paula) en las cuestiones de género y el debate LGTBI+.

He de confesar que me ha sorprendido cuántas egiptólogas lesbianas aparecen en la novela: empezando por la venerable Amelia Edwards, viajera, aventurera y fundadora del decisivo Egypt Exploration Fund (actual Egypt Exploration Society), y a la que se le puede conceder el crédito de abrir las puertas de la egiptología académica a las mujeres. Luis la presenta como centro de un escandaloso (para la época) “club sáfico” del que forma parte, entre otras, la hija de Champollion, Zoraïde. Es un hecho histórico, subraya Luis, que Amelia era lesbiana: siempre tuvo relaciones con mujeres y está enterrada junto a su pareja, Ellen Drew Braysher. “De Elizabeth Thomas, Liza, se sabe muy poco pero no creo que me equivoque en la forma en que la he retratado como lesbiana”, afirma. A Lady May, que a diferencia de las otras se casó y tuvo cinco hijos, Luis la muestra como hetero, pero muy abierta de miras. Todas, cada una en su tiempo, perseverando contra un establishment masculino que se reía de ellas y las tachaba de aficionadas (y cosas peores), realizaron una gran aportación a la egiptología, “mucho más importante de lo que se suele creer”. A mí me cae especialmente bien Lady May, que fue amiga de Carter, era además una gran ornitóloga (aunque la del faisán de Amherst es otra, Lady Sarah, esposa del gobernador de Bengala) y a la que Luis retrata como muy inteligente y divertida. También pasan por ahí Natacha Rambova, la ex mujer de Rodolfo Valentino, dada a la egiptología ocultista, y Eugenia de Montijo…

Plano de la tumba de Hatshepsut, por Elizabeth Thomas.
Plano de la tumba de Hatshepsut, por Elizabeth Thomas.

¿Y Hatshepsut? La verdad es que nos cae mejor su nodriza, pero desde luego Luis presenta un retrato verosímil de la mujer faraón como una gran y sabia gobernante, de los mejores que tuvo el Antiguo Egipto. Con su facilidad para dar buenos titulares, el novelista señaló en la presentación, defendiéndola de las acusaciones tradicionales de aprovechada gobernante ilegítima y de saltar de cama en cama: “Hatshepsut no era una zorra”. En la novela, Liza se pregunta si la reina no habrá sido lesbiana como ella y sus amigas. A destacar el relato que hace Luis de la célebre expedición a Punt (representada en los muros del templo funerario de Deir el-Bahari), ordenada por la reina y a la que Melgar envía a la nodriza para que nos la explique en primera persona, incluido el encuentro con la obesa —perdón, cuerpo no normativo— Aty, esposa del rey del remoto y rico reino africano, Parahu.

Amelia Edwards.
Amelia Edwards.

Como suele suceder en sus novelas, lo más sorprendente que cuenta Melgar en No olvidarás mi nombre es completamente verdad: los Amherst tenían en casa la que denominaban “la momia de mamá” (la había adquirido su madre en Egipto), existió una mujer de rojo embalsamada que fue hallada en la plantación de la familia de Liza en Misisipí, y la propia Liza trabajó como criptógrafa para los militares durante la Segunda Guerra Mundial. También es verdad que, como cuenta Luis, la identidad de la momia de Hatshepsut (que apareció en la tumba de su fiel niñera, KV 60), propuesta ya por Liza, la probó Hawass en 2007 con un extraordinario acto de prestidigitación con una muela. Es emocionante cuando vemos en la novela cómo Hatshepsut hace guardar esa muela en un vaso canopo para que Zahi se luzca tres milenios y medio después, igual que cuando vemos a Senenmut, el fiel colaborador de la reina encontrar el famoso ostraca obsceno, un trozo de piedra dibujada, en la que aparecen él y la soberana practicando el sexo en la posición de mirando a Hieracómpolis, y que viva Horus. En la novela Luis ha hecho que el grafiti sea solo una forma retórica de atacar a la reina pues él pinta al consejero como gay.

Cabeza de piedra caliza de Hatshepsut, en el Museo Egipcio de El Cairo.
Cabeza de piedra caliza de Hatshepsut, en el Museo Egipcio de El Cairo.

No se si mi presentación de la novela fue muy buena, hablé de mi gato, de la maldición del diplomático, de momias amigas, de Zahi Hawass, de la inclinación de Luis por los escenarios tipo Los Bridgerton y de la egiptóloga más impresionante que he conocido en persona —y gran apasionada de Hatshepsut, precisamente, a la que tuteaba—, Christiane Desroches Noblecourt, ¡qué mujer!: capaz de torearse a De Gaulle y a Malraux, así que no digamos a mí aquel día en su piso en París. Al menos hice reír.

Mariángeles y Luis me robaron en última instancia cualquier protagonismo, él por su forma de hablar de Egipto, tan interesante y amena como lo hace escribiendo, y ella recordando que en la colección del museo poseen un objeto de otra mujer de la historia de la egiptología, Lady Meux, Valerie Susan, una socialité victoriana de las que le gustan tanto a Luis Melgar, casada con un baronet, pintada por Whistler y que viajaba en un coche tirado por cebras. Se decía de ella que era una ex prostituta y que tocaba el banjo cuando la conoció su rico marido. La pieza (Lady Meux tenía una colección de 1.700 antigüedades catalogada por Wallis Budge, nada menos) es un precioso y misterioso anillo de cornalina con la imagen del dios Bes, protector de los seres humanos, que confiemos habrá despejado la terrible maldición del diplomático. Inshallah!


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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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