La última mascarilla
Agustí Fancelli ya no está pero me sigue gustando ir a la redacción en metro, en bus o a pie, para saber del diario y de la vida, de la misma manera que me acostumbré a teletrabajar y a conciliar mejor
”Aquí, en este país, sois todos unos racistas”. Un hombre de mediana edad no para de gritar en un vagón del metro de la línea amarilla camino de la estación de Verdaguer de Barcelona. Insiste sin parar en su denuncia cuando advierte de que nadie le hace caso desde que empezó a chillar en Joanic. Hasta que no queda más remedio que prestar atención en el momento en que se mueve por la plataforma y acusa a granel: “Sí, sois unos racistas”, reitera para después, una vez generada la expectación necesaria, señalar a una señora sentada: “¡Usted es racista¡”. Y, una vez apuntada, se explica: “Sí, se ha levantado en cuanto yo me puse a su lado porque soy negro; yo, negro”, aclara para que se enteren los que quieran y los que no, también los pasajeros recién llegados, dirección La Pau.
La señora levanta la cabeza, dobla el periódico que estaba leyendo y responde: “Si me he levantado del asiento no es porque usted sea negro sino porque no lleva mascarilla. El médico me tiene dicho que me proteja y por tanto he buscado acomodo en el banco siguiente al suyo. Hasta el 7 de febrero el uso de la mascarilla es obligatorio en el metro de Barcelona”. La réplica es tan convincente que el vocero se apea silencioso y sin demora en Passeig de Gràcia.
No todos los que se han sentido vulnerables han respondido con la misma educación sino que alguno asumió el papel del interventor e incluso fue capaz de increpar al conductor del autobús por no aplicar la regla en su viaje por la línea 24. Así pasó con un ciudadano que estuvo a punto de llegar a las manos con una mujer que le instaba a bajar en la parada de Aragón. La discusión se acabó cuando el interpelado se puso una mascarilla que guardaba en el bolsillo y que no tenía intención de usar salvo por imperativo legal, porque no la creía necesaria y además nadie había requerido por la misma cuestión a los turistas que viajaban a cara descubierta en dirección al Park Güell.
Aunque la mascarilla dejó de ser obligatoria en el transporte público, la pandemia no para, viaja, ataca y las secuelas que se le atribuyen causan estragos en personas que se sienten presas de la covid-19. Nadie discute en cualquier caso que sus efectos han cambiado los hábitos y afectan a las relaciones laborales, sobre todo la conciliación entre el teletrabajo y la presencialidad, un debate encendido en algunas empresas y universidades, varias preocupadas por un absentismo que estiman creciente desde 2019.
Hay quien sostiene que los empleados más abnegados y creativos han aumentado y mejorado su aportación con el teletrabajo, mientras que los menos hacendosos encontraron un argumento para el escaqueo, sobre todo por incorporar algunas rutinas familiares y personales a las obligaciones laborales, de manera que son más reacios a regresar a su puesto por la misma razón que fueron rebeldes a abandonarlo en el auge de la covid-19. Aunque hay más tesis, la discusión no está en la tecnología sino en su uso y en el control de las tareas, sin olvidar que los trabajadores hicieron un sobresfuerzo, obligados a adaptarse y reinventarse sin que en muchos casos su sueldo se haya actualizado de acuerdo al IPC.
El contexto invita a consensuar un acuerdo y a encontrar un equilibrio, sin imposiciones ni peticiones a la carta, después de que la pandemia haya favorecido de alguna manera el aislamiento, la individualización y el distanciamiento de los lugares comunes —y la mala costumbre de no ir a los sitios si los acontecimientos se pueden cubrir desde el ordenador—, también de la redacción como centro de producción de un diario como solía hasta 2019.
A algunos siempre nos gustó estar y discutir con los compañeros, hacer sección y interesarnos por los temas del periódico, sentirnos partícipes de una obra colectiva; una aspiración cada vez más difícil porque las firmas tienden a comerse a las cabeceras y cada uno responde solo de lo suyo, nada que ver con cuanto nos enseñaron maestros como Agustí Fancelli, al que recordamos en el décimo aniversario de su muerte, el 2 de febrero de 2013.
Además de gran humanista, excelente como compañero de mesa y aventuras, Fancelli era un periodista culto, un cronista excepcional y un jefe de opinión único al que el equipo de deportes veneramos porque nos invitaba a mejorar para competir y para merecer el mismo trato que la sección más noble de El País. Nos divertimos mucho con Maese Fancelli. No paramos de inventar epígrafes para los diferentes columnistas, como si cada uno mereciera un trato distinto y acorde con su firma, sin salir de nuestras páginas, siempre con la tutela y criterio del genial Sergi Pàmies.
“Eso de hacer diarios es un oficio para buena gente que trata de plantearse con honestidad la pregunta más adecuada en cada momento y de responderla con el máximo de información y a la vez de pasión por lo que está contando”, firmado por Fancelli y recogido en el libro Fancellissimo, una antología de sus artículos en El País. Muchos íbamos a la redacción para encontrarnos con Agustí. Aprendíamos de las personas y nos peleábamos con el ordenador para acabar con los años entregados y enchufados a la máquina de encargar o recogidos en la mesa sin que necesitemos compartir las noticias ni las desgracias y los buenos momentos, víctimas de alguna forma de la covid-19.
Aunque ya sé que Agustí no está, me sigue gustando ir a la redacción en metro, en bus o a pie, con y sin mascarilla, para saber del diario y de la vida —y los lugares comunes—, de la misma manera que me acostumbré a teletrabajar y a conciliar mejor mi vida familiar en Barcelona y en Perafita.
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