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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tiempo y viento

El ‘rentabótes’ es útil para pensar sobre el paso de los años. Cristales, plásticos y hierros terminan en la arena y forman un tapiz abigarrado y lúgubre sobre quienes somos

Efecto del temporal Glorai en una playa de Calella, en la provincia de Barcelona, en 2020.
Efecto del temporal Glorai en una playa de Calella, en la provincia de Barcelona, en 2020.JOAN SÁNCHEZ

Hay fenómenos humanos que nos recuerdan el paso del tiempo. Fenómenos cíclicos como la operación biquini y las elecciones municipales. Y también hay fenómenos naturales que sirven para lo mismo, para darnos cuenta de que el tiempo, indiferente y esbelto, pasa.

Con esto no quiero decir que los fenómenos humanos no militen en la categoría de naturales. Pero, si bien son naturales, siempre parecen de segunda mano. Podemos ahorrarnos las corridas de toros y el tráfico de personas, se entiende, y dejar de vivirlos como si fueran inmutables. En cambio, los fenómenos naturales, naturales en serio, se presentan con una severidad que nos elimina de la ecuación. Un rayo, los calores estivales o los episodios de granizo, por ejemplo, pueden ocurrir o no, mas no dependen de nosotros. Sí, nuestra existencia influye, pero no disponemos de un botón azul para que llueva a nuestro antojo.

Entre los fenómenos naturales que más me animan está el rentabótes, esto sería el lavabotas —el temporal de levante, por decirlo en corto. En El quadern gris, Josep Pla asocia el rentabótes al equinoccio de otoño —el temporal de las habas ocurre cerca del de primavera. El levante de otoño coincide con la vendimia septembrina. Los campesinos aprovechaban los aguaceros para sacar las botas de vino, que la tormenta las lavara y las dejara listas para digerir el mosto de nuevo. Muy bien.

Cuando se entabla el rentabótes, el mar ruge y la gente se encierra en casa. Espero el siguiente con la actitud del feligrés. Para mí es como un certificado. Sella el verano, nos dice que ya estamos en la época del año más civilizada. Me gusta por eso. Y porque las playas de la Costa Brava quedan, una vez pasado el temporal, llenas de trastos.

En la novela Climent, de Josep Maria Fonalleras, se cuenta la historia real de un barco cargado de patitos de plástico. Naufragado en 1992 mientras hacía la ruta de Hong Kong, en 2002 el mar volvía una parte de la carga a las costas de los gallegos. Los patitos llevaban diez años a la deriva. Tras el rentabótes, en la playa de Pals se produce el milagro del retorno anual. He encontrado allí los objetos más extraños. De todos los tamaños y colores, a menudo he jugado a pensar cuánto tiempo llevaban flotando. Juguetes y artilugios, libros, ropa, y aquellos señores troncos, pelados, pulidos por el cepillo de las olas. ¿Desde dónde vendrán?

El rentabótes es útil para pensar sobre el paso del tiempo. Cristales, plásticos y hierros terminan en la arena y forman un tapiz abigarrado y lúgubre sobre quienes somos, una tropa asustada que lanza al mar una especie de prueba del delito. Hace 20 años encontrabas zapatos rotos, pedazos de motor. De un tiempo a esta parte, teléfonos móviles triturados y tampones. Según la edición, un Robinson esporádico tendría material suficiente para montarse una cabaña, con el bien entendido de que no sea él, el que llegue, hervido y muerto, después de huir de una guerra, de una hambruna no muy lejanas.

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