Un plan de retirada
Es momento de que asumamos, en efecto, algunas verdades incómodas, que van mucho más allá de la realidad incontestable de la subida de las temperaturas
El nivel del mar ha subido un palmo de promedio en las últimas ocho décadas. Puede que esta no sea una unidad de medida aceptada en el sistema internacional, pero aquí las inundaciones siempre se han medido en palmos, más que en metros. Hablar de 15 o 20 centímetros suena vago, casi insignificante, pero un palmo de agua nos evoca imágenes de sótanos inundados, muebles echados a perder, escobas y barro. Un palmo —un simple palmo— de aumento del nivel del mar ha sido responsable de la redefinición de miles de kilómetros de costa y del traslado de pueblos en Fiyi, Bangladesh o Alaska. Las perspectivas de futuro no son esperanzadoras, dado que la subida del nivel del mar no deja de acelerarse. Lo racional es, pues, pensar qué vamos a hacer.
Hace unas semanas participé en una comisión especial de estudio en las Cortes valencianas sobre prevención de riesgos ante fuertes temporales, a raíz de los destrozos que ocasionó la borrasca Gloria en 2020. Durante mi intervención abogué, como habían hecho otros comparecientes con anterioridad, por un plan de retirada ordenado de los espacios costeros más vulnerables, así como por la renaturalización de la línea de costa. Esto implica devolverles su espacio a unos ecosistemas clave en la lucha frente al cambio climático: los humedales y los frentes dunares. Áreas cuyo papel —entre otros— es el de amortiguar los impactos de unos océanos en ascenso, así como laminar las inundaciones derivadas de lluvias extremas, que serán cada vez más intensas y frecuentes. Ahora que se vuelve a hablar de los servicios ambientales de los ecosistemas, pocos son más necesarios que el escudo en apariencia blando y permeable (pero firme y duradero) que proporcionan los marjales y las dunas frente a las amenazas del cambio climático.
En la ronda de preguntas, una diputada me recriminó que lo que yo planteaba era difícilmente realizable, puesto que en esa línea de costa que debíamos desmantelar había casas, comercios, campos. Gente. Recordé la estupefacción con que, hace unos meses, un presentador de televisión me repreguntó en directo para asegurarse de haberlo entendido bien: “Entonces, ¿estás proponiendo que abandonemos algunos pueblos?”. “Sí, eso es”, respondí. Para la diputada, la cuestión se tornaba más política: ¿quién tendría que decírselo a los habitantes (votantes) de esos municipios? En Reino Unido, como en muchos otros países, también se lo preguntan. El director de la Agencia del Medio Ambiente, Sir James Bevan, lo calificó como “la más incómoda de las verdades”. “En algunos sitios, la respuesta correcta será mover las comunidades lejos del peligro, más que tratar de protegerlas de los inevitables impactos de nivel del mar en continuo ascenso”, dijo en una comparecencia hace apenas unos días.
Es momento de que asumamos, en efecto, algunas verdades incómodas, que van mucho más allá de la realidad incontestable de la subida de las temperaturas. Verdades sobre lo que eso implica. Si viviésemos en un volcán (y tenemos un ejemplo reciente), entenderíamos que, por doloroso que fuera, no podríamos seguir habitando en casas enterradas bajo metros de ceniza. Tampoco podremos hacerlo en edificios que estén sumergidos o calles permanentemente inundadas y embarradas.
Necesitamos nuevas formas de pensar a largo plazo, como afirma Roman Krznaric en su libro El buen antepasado (Capitán Swing, 2022). Hacen falta nuevos mapas mentales para imaginar territorios vivibles y asumir que el futuro ha cambiado para siempre. Es incierto, y eso no tiene por qué ser malo: significa que podemos decidir cómo queremos que sea ese futuro. Pero debemos aprender a mirarlo con el prisma de unas preguntas que aún nos da miedo plantearnos.
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