Guerras de secesión
Nadie puede sortear el principio de legalidad ni subvertir la jerarquía de los tribunales sin incurrir en el mismo error secesionista que llevó a la guerra civil americana
La figura de John Calhoun no le llega ni a la suela de los zapatos a la de Alexander Hamilton. Difícilmente alguien reivindicará su ejemplo, como está sucediendo con el del primer secretario del Tesoro de los Estados Unidos en el gobierno presidido por George Washington, que mutualizó la deuda y dio la unidad fiscal a la entonces joven Unión en 1790. Si alguien evoca el nombre de Calhoun, que fue vicepresidente del país entre 1825 y 1832, será como contraejemplo de lo que nos conviene ahora. Calhoun era partidario del esclavismo, defendía los derechos de los estados frente al poder federal y avanzó las ideas políticas secesionistas que llevaron a la guerra civil.
La última referencia a Calhoun que he leído se hallaba en el artículo La supremacía del derecho comunitario, publicado en este mismo periódico el pasado 31 de mayo, y firmado por un nutrido grupo de juristas de todo el mundo. El objeto del artículo es la sentencia del Tribunal Constitucional alemán en la que se criticaba la compra de deuda pública de los Estados miembros de la UE por parte del Banco Central Europeo, pero sus argumentos no entran en los problemas fiscales y monetarios, sino que se centran en la cuestión siempre fundamental de quién tiene la competencia sobre la competencia.
Para los firmantes, el fallo de la corte de Karlsruhe constituye una grave amenaza contra el principio de legalidad. No es admisible que un tribunal nacional de uno de los 27 países miembros declare inaplicable a su territorio una sentencia de un tribunal superior europeo. Si se sentara tal precedente, países como Hungría y Polonia podrían reafirmarse en su destrucción de la división de poderes y de liquidación de la independencia judicial.
“Los Estados han cedido parte de su soberanía a la UE en condiciones de reciprocidad”, aseguran. Y por ello, añaden, “si uno de ellos pudiera decidir qué normas de la UE aplica, el resultado sería el rápido desmoronamiento del ordenamiento jurídico de la Unión”. Los juristas aseguran también que la sentencia “recuerda a la doctrina de la anulación invocada por gente como Calhoun en Estados Unidos antes de la Guerra de Secesión, que, en esencia, permitía a los tribunales de cada estado escoger qué normas nacionales respetaban y cuáles no”.
Calhoun aplicó su doctrina, denominada de anulación (o nullification), a Carolina del Sur, estado que pretendió abrogar o ignorar a su gusto la legislación federal. La primera vez que leí algo sobre este sugerente concepto político fue hace un par de años, en un libro de Enric Ucelay da Cal, titulado Breve historia del separatismo catalán (Random House). Este historiador sostiene que la doctrina de la nullification inspiró al catalanismo federalista incipiente y conecta incluso con el concepto contemporáneo del derecho a decidir. “Adaptado a la perspectiva catalana —asegura Ucelay—, significaba que Cataluña tenía el derecho a veto, como poco ante cualquier tema colectivo que le afectara de manera directa”.
Poca atención ha suscitado el ejemplo de la nullification americana entre nosotros, ni siquiera entre los historiadores del catalanismo, con la notable excepción de Joan Esculies, en un artículo titulado Torra y Torrent (El País Catalunya, 27 de enero de 2020), sobre las peleas entre el presidente de la Generalitat y el presidente del Parlament, en el que se evoca precisamente el indispensable estudio histórico de Ucelay. Según Esculies, en la doctrina de Calhoun está una de las claves de la ilusión soberanista, que ha llevado a que “amplias capas de la sociedad catalana creyeran ciertos lo que solo eran anhelos o expectativas políticas”. Según su parecer, desde Cataluña se ha interiorizado que el Parlament es ya efectivamente soberano y que “cualquier ley o dictamen sobre una norma propia que se considera que afecta de manera negativa a los intereses locales puede o debe ser ignorada”.
Calhoun no cae simpático. Ucelay, con no poca ironía, asegura que “los federales catalanes honraron a Abraham Lincoln, el emancipador de esclavos, pero utilizaron inconscientemente las ideas de John C. Calhoun”. Nuestro independentismo militante busca analogías imposibles e incluso obscenas en el movimiento de los derechos civiles de los negros americanos, descendientes de los esclavizados por Calhoun. La comparación llega incluso hasta la represión sufrida por los indepes con las actuaciones de la policía en Estados Unidos estos días.
Los jueces de Karlsruhe, con sus rojas togas, Boris Johnson con sus brexiters y Quim Torra, con sus quejumbrosas soflamas independentistas, pertenecen al mismo universo conceptual que el secesionismo sudista. Nadie puede sortear el principio de legalidad ni subvertir la jerarquía de los tribunales sin incurrir en el mismo error secesionista que llevó a la guerra civil americana. El Tratado de Lisboa reconoce el derecho a salir de la unión en su artículo 50, y a él se han acogido los brexiters para hacerlo legalmente en vez de seguir bregando por subvertir el principio de legalidad desde dentro, como han hecho los jueces alemanes o los secesionistas catalanes.
No se trata de un debate historicista, sino de una cuestión esencial para el futuro del independentismo, ahora enfrentado a una disyuntiva: de un lado, el camino de Calhoun, que conduce a destruir incluso la Unión Europea; del otro, el de Hamilton, que es el de la unión, la deuda compartida, la fiscalidad europea y la federación. Cuando la UE dé el paso hamiltoniano definitivo, Cataluña deberá decidir: o seguir perdiendo el tiempo hundida en el marasmo o comprometerse sin vacilaciones con el federalismo español y europeo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.