“¿No me conoce, verdad? Soy su hijo”
La exposición ‘El cuerpo errante’ plantea un viaje íntimo al exilio republicano: de las 1.500 cartas que una madre envió a México durante toda su vida a los difíciles reencuentros a la muerte de Franco


María Fernández Grandizo se quedó huérfana y viuda en apenas tres meses de 1936. En agosto mataron a su padre, y en noviembre, a su marido, ambos republicanos. En 1952 fue detenida con sus dos hijos, gemelos, Emilio y Manuel, por acoger en su casa a otro pariente que trataba de organizar un movimiento antifranquista. María estuvo casi dos años presa. Manuel cruzó a Francia escondido en el maletero de un coche y finalmente, se exilió en México. Emilio fue exonerado. Para tratar de mantener unidos los restos de aquella familia destruida que amanecía en dos continentes distintos, María escribió a Manuel 1.500 cartas. Una cortina de un millón de palabras que los visitantes de la exposición El cuerpo errante, en Casa América (Madrid) podrán atravesar hasta el próximo 14 de febrero para sumergirse en una dimensión menos conocida del exilio: la cotidiana y sentimental, la de hombres y mujeres sin apellidos célebres, pero con heridas comunes. “Mucha gente”, explica el antropólogo Jorge Moreno, comisario, junto a Julián López, de la exhibición, “se está perdiendo la historia de España que está en las casas, en los desvanes, en los salones… El exilio se ha contado a menudo desde el punto de vista de personalidades importantes. Nosotros queríamos hacerlo desde las pequeñas cosas hasta tejer una geografía emocional de afectos, deseos, frustraciones y esperanzas". El objetivo es que el visitante se ponga en la piel de los que tuvieron que huir y en la de los que se quedaron. Por eso la muestra invita a participar: atravesando las cartas de María que cuelgan del techo; abriendo un armario; descubriendo que una postal aparentemente turística escondía un mensaje trascendental - “Estoy vivo”- y una carátula de canciones populares suecas, un disco de temas de la resistencia grabados en el baño de una casa.

En esas 1.500 cartas, María le cuenta a su hijo su día a día, muy distinto al de antes de la guerra - “He hallado una manera de vivir en la mecanización de los movimientos repetidos casi cronométricamente...“-; procura establecer un vínculo con los nietos que crecen a 9.000 kilómetros de sus ojos - ”También yo, como vosotros, no sé por qué, esperaba que fuese niño...”- y trata de que los hermanos idénticos sepan de sus vidas tan diferentes - “Emilio llevó la caja de vuestra abuela, como hubieras hecho tú si estuvieras aquí...”; “Vio una corbata. Torcía la vista el precio...”-.
Son cartas deliciosamente escritas -María era doctora en Farmacia y fue la primera científica de su pueblo, Llerena (Badajoz)-; a veces, amargas -“En cuanto a la adquisición del proyector, me pregunto si me hará más sufrir que gozar ver a los niños”; “Quería imbuirte la rebeldía contra el Régimen de España y que os hicierais conscientes de que nuestra dignidad dependía de vuestra actitud”-; otras, agridulces -“Querido hijo: llamándome ‘madre’ me has dado una gran alegría. Te doy las gracias con todo mi corazón. Ahora solo falta que te vayas acostumbrando a suprimir el usted...”-; pero siempre puntuales: una a la semana durante casi cuatro décadas. El relato de María, que pasa a ser en rotulador cuando empieza a tener problemas de vista y luego en cintas de audio, cuando ya no puede escribir, incluye también una crónica íntima de la transición a la democracia y sus sustos. “Queridísimo hijo: ¡Al fin se fue!“, escribe el 20 de noviembre de 1975, día de la muerte del dictador. ”Estoy muy desconcertada con el panorama político. No esperaba que tantos votos se los llevara la UCD. La gente quiere tranquilidad y olvida demasiado pronto", comenta tras las primeras elecciones democráticas. “El locutor dijo: ‘En este momento irrumpen en el salón de sesiones guardias civiles armados’. Me quedé petrificada...”, anota el 23 de febrero de 1981.

En ese intercambio epistolar figura también la carta del cura que dio la extrema unción al marido de María antes de ser ejecutado y que relata, años después, en 1980, cómo sucedieron los hechos para que ella pueda acceder a una pensión de viudedad: “Subí con él a la plataforma de un camión. Llegamos al triste lugar, puerta del cementerio de la carretera de Sevilla. Testigos solo cuatro hombres: dos agentes, el chófer y un servidor. Muy sereno, recordó últimamente a los suyos tan queridos, me tiró del brazo, pues iba a su derecha, totalmente junto a él, y de un solo disparo en las sienes cayó a tierra (...) Ya puede usted imaginarse, aunque le sea muy difícil ante esto, al parecer, tan fríamente descrito, los momentos que pasé y la tortura que he tenido que hacerme ahora al describirlo”.
La exposición habla también de las llamadas “cartas muertas”, misivas que nunca llegaron a su destino, como las de Nemesio García, de Benamira (Soria), que aparecieron 40 años después en una saca de correos olvidada. Las comunicaciones entre el país de huida y el de acogida, entre exiliados y padres, esposos e hijos, debía superar, además, otra complicación añadida: la censura, cuyo sello aparece aún estampado en los sobres violados por las autoridades franquistas. El antropólogo Julián López explica que el Régimen creó una estructura con personal que hablaba distintos idiomas y recibió instrucciones precisas sobre cómo detectar a “los desafectos al régimen” al examinar toda la correspondencia que tenía como origen o destino el extranjero. “En los años cuarenta, según un estudio, solo en Alicante se abrían diariamente 800 cartas”.
Pero había trucos para engañar al Régimen y proteger tanto al emisario como al receptor. Así, Marino Saiz recibe en julio de 1939 una carta dirigida a “Marina” en la que le dicen que “Eladia y Silveria están de vacaciones” y que su exnovio Robles y otros amigos suyos han participado en una de las “peregrinaciones” que ahora hay en el pueblo, Almodóvar del Campo (Ciudad Real). “Eladia” y “Silveria” eran, en realidad, sus hermanos Eladio y Silverio, y “de vacaciones” significaba que habían sido encarcelados. Sus compañeros del Frente Popular Vicente Robles, Óscar Correal y Juan Ruiz tampoco habían peregrinado a ningún sitio, el verbo era una forma críptica para comunicar que habían sido fusilados.

Una escultura fusilada
Las nuevas vidas de los exiliados en otro país comenzaban a menudo con la noticia de las muertes en España de los que no habían logrado huir. Cuando los franquistas fueron a detener a José Luis Rodríguez López de Haro, médico y militante republicano de Almadén (Ciudad Real), ya estaba en República Dominicana, así que encarcelaron a su hija y, de la rabia, tirotearon el busto del doctor que desde 1935 presidía la entrada al hospital minero de la localidad. La escultura, acribillada a tiros, fue a parar a casa de una vecina que la escondió durante años en un cuarto de escobas hasta que se la hizo llegar a la familia a Santo Domingo. En Casa América podrá verse una réplica del busto agujereado elaborado por el artista Fernando Sánchez Castillo. El autor original, Julián Lozano Serrano, acabó en un campo de concentración al término de la Guerra Civil. Su obra, restaurada, fue reubicada en 2019 en el antiguo hospital para mineros, que hoy es un museo.
Reencuentros con los muertos y los supervivientes
Una de las salas de la exposición se detiene en los reencuentros de los exiliados con los muertos y los supervivientes; el difícil regreso a familias partidas en dos. Felisa cuenta ante el antropólogo Jorge Moreno cómo su hermano, Emiliano, natural de Almadén (Ciudad Real) se plantó un día en Niza para buscar a un hombre al que no conocía, su propio padre. “¿Lo ha visto? ¿Me han dicho que viene a comer por aquí“, preguntó en un bar al camarero mostrando un retrato hecho en un país y una vida distintos y con el francés que había aprendido solo por si algún día tenía la oportunidad de hacer esa pregunta. ”Es aquel de allí“, le respondieron. ”Mi hermano”, relata Felisa, “tenía 19 años y al verlo, se desmayó”. Cuando se espabiló, tenía a su alrededor un grupo de hombres. “Usted no me conoce, ¿verdad?“, le preguntó a uno de ellos. ”Mi padre”, prosigue Felisa, “no lo conocía porque lo había dejado con dos añitos. ‘Soy su hijo’, le dijo. Y mi padre, que era un hombre duro de campo empezó a llorar y a llorar. ‘Soy su hijo Emiliano y tiene otro hijo que se llama como usted, Justiniano, que ahora tiene 16 años y se ha quedado en Barcelona. ‘¿Y mi Felisa?’. ‘Felisa está en el pueblo’, le contestó. Yo era su ojito derecho".
Muerto Franco, algunos exiliados regresaron a casa para recuperar de las fosas comunes a sus muertos, arañando la tierra con sus propias manos. Las llamadas exhumaciones tempranas tuvieron lugar entre finales de los setenta y principios de los ochenta, fundamentalmente en Extremadura, Navarra y La Rioja. Lucio Caballero, refugiado en México desde 1946, volvió a Villanueva de la Serena para unirse al grupo que familias que buscaba a los enterrados sin nombre. Los franquistas habían asesinado a su padre, su madre y su hermano. La exposición muestra el vídeo, restaurado por la Filmoteca de Extremadura, de una de aquellas exhumaciones: vecinos de Montijo buscan en la tierra, cuatro décadas después, algún objeto que sirva para identificar a su ser querido. Sobre un mantel se colocan las alianzas de boda, monedas, medallitas, lápices, hebillas de cinturón... En una caja de cartón quedan amontonadas las suelas de los zapatos de las víctimas.
En la misma sala de Casa América se cuenta la historia del último fiscal general del Estado de la República, Francisco Serrano Pacheco, exiliado en México. Murió antes que Franco y nunca pudo regresar a casa, pero lo hizo su hijo José, que se fotografía solo en la antigua vivienda de su padre. “Soy un turista al revés. Vengo a ver lo que ya no existe”, escribe Max Aub en La gallina ciega tras regresar de visita a España en 1969 desde el exilio.
María Fernández Grandizo viajó varias veces a México para reunirse con Manuel, que la animaba a quedarse y disfrutar de sus nietos, pero cuando estaba allí se preocupaba por su otro hijo, Emilio, al que veía más desvalido, así que siempre regresaba a España. A la vuelta, lo explica en una de esas cartas, que recita en la exposición su nieta Alicia: “Querido hijo: México, México, México... el lugar que has preferido antes que la tierra en que naciste. No, no sigas imaginando planes. Deja ya de alimentar la idea de verme algún día allí. No es posible. Todo lo que has hallado en México es solamente tuyo. Tu madre es incapaz de participar en ello. Lo vio con sus propios ojos. Lo sintió en lo más profundo de su corazón, mi corazón desganado. Pronto estará aquí otra vez la nochebuena, y el día del año nuevo. Yo no siento ninguna emoción religiosa por todo esto, pero sí siento la emoción mía, la de mis recuerdos de otra vida en las que os tenía conmigo, y a papá y a abuelito. La palabra alegría no existe ya en mí. Me pesa no ser capaz de fingir. Dentro de cinco días, cuando leas esta carta, este desgane mío habrá pasado. Qué indecible amargura es esa imposibilidad de comunicación inmediata. Tu pobre madre, tu triste madre”.
María Fernández Grandizo murió en 2003, con 101 años. Sus restos reposan junto a los de su marido fusilado.

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