Mujer, menor y migrante: historias de violencia y resistencia en la ruta canaria
La llegada de niñas en cayucos a las islas repunta en las últimas semanas. La práctica totalidad ha sufrido algún episodio de violencia en sus países de origen. EL PAÍS entra en un centro en el que conviven 19 de ellas
La pequeña N. apenas ha cumplido los 10 días, pero ya sabe que prefiere unos mullidos brazos antes que una cuna. “Nos la vamos pasando durante todo el día”, ríe con ella en brazos Sara Ortega, la directora del dispositivo para migrantes no acompañadas Arcoíris, gestionado por la Fundación Samu, en la localidad grancanaria de Firgas (centro de la isla, 7.669 habitantes). N. es la alegría del centro. Sin embargo, su historia, como casi todas las de este recinto, está salpicada de violencia y maltrato. Su madre es L., guineana de 17 años llegada en cayuco hace poco más de dos meses a Gran Canaria. Ahora mismo duerme tras una noche en vela entre toma y toma. L. fue violada por su marido, con quien fue obligada a casarse. “Huyó en avanzado estado de gestación”, desgrana Ortega. “Tenía miedo a dar a luz a una niña en su país”.
Toda migración conlleva su drama. Pero la directora nacional adjunta del área de Infancia y Familia de Samu, Siham Khalifa, subraya en conversación telefónica que las niñas migrantes presentan un elemento “específico”: “Por tu condición de mujer, además de por la condición de migrante, se es el blanco fácil para una serie de tratos negligentes y de abusos, incluidos los sexuales”. Los niños “llegan aquí y te dicen ‘yo quiero una vida mejor”, completa Laura Segura, coordinadora regional de Samu. “Las niñas parecen venir con esa mentalidad, pero en el fondo saben que ese no es el motivo real: huyen porque las obligan a casarse, porque las obligan a mantener relaciones sexuales, porque mutilan sus genitales, porque las explotan laboralmente…”. La directora general de Protección a la Infancia y las Familias, Juana de la Rosa, admite que estas niñas “han vivido una experiencia que les ha cambiado la vida” y que, por ello, “la sociedad que las acoge debe estar a la altura y ayudarlas a que encuentren su nuevo camino”.
De los aproximadamente 5.600 menores migrantes no acompañados que tutela Canarias en la actualidad, unos 276 son niñas. 190 de ellas han llegado en los últimos meses. 19 viven en este centro gestionado por la entidad sin ánimo de lucro Samu, fundada en 1981 en Sevilla. “Llegan más niñas migrantes que en otras crisis migratorias”, confirma De la Rosa. Esta situación ha llevado al Ejecutivo autonómico a abrir 13 recursos exclusivos de los aproximadamente 80 que componen la red en el archipiélago. “Es necesaria una implicación real de todo el Estado en este asunto”, reclama. “Canarias no puede seguir asumiendo prácticamente en solitario la atención de la infancia migrante no acompañada”.
Palizas y matrimonios forzados
En África central y occidental, casi una de cada tres adolescentes recibe golpes o palizas desde los 15 años, según Unicef. El matrimonio infantil afecta a cuatro de cada 10 chicas de entre 20 y 24 años que se casaron antes de cumplir los 18. Este relato de violencia, común “en el 80% o 90% de los casos, si no el 100%” de los que llegan a Arcoíris, según los cálculos a vuelapluma de Segura y Ortega, es el que convierte en especialmente laboriosa la labor de las nueve trabajadoras del centro (además de tres hombres que se ocupan de las cocinas).
Las menores pasan por una primera fase de acogida, en la que es frecuente que lleguen en estado de shock. Aquí, en este paso, las tutoras han de notificar a las fuerzas de seguridad cualquier posible delito del que hayan podido ser víctimas. “Lentamente”, desgrana Khalifa, “a lo largo de lo que suelen ser muchos meses, se va logrando una vinculación afectiva con el personal, que permite que la menor se vaya abriendo y cuente cómo partió de esa aldea, de ese pueblo, qué ruta trazó hasta a Canarias y qué fue lo que le ocurrió”. Son lo que las tres expertas denominan las “historias de vida”, el relato que permitirá que estas menores logren vivir una vida normal. “Es entonces cuando empieza el trabajo efectivo”, subraya Khalifa.
Las más crudas historias de vida se entrecruzan en Arcoíris. T. es, tras el bebé N., la más joven (13 años). Domina el castellano y muestra gran habilidad para las matemáticas en el instituto, pero cuesta arrancarle una palabra. Su silencio oculta una infancia traumática: según relatará posteriormente Ortega, su familia la sometió a una ablación genital. Más de 230 millones de niñas y mujeres vivas actualmente han sufrido esta práctica, según Unicef, 140 millones en África. En Senegal, el 25% de las menores de mujeres entre 15 y 49 años habían sido víctimas de la mutilación genital en 2019, últimos datos disponibles.
Una adolescente taciturna cuyo ceñido vestido a rayas muestra un más que notable embarazo se acerca a saludar a Laura Segura. Tras abrazarse con ella, sale de la habitación en silencio y con la cabeza gacha. No vuelve a aparecer. “Tres días después de llegar, hace dos meses”, refiere la coordinadora, “nos contó que desde que salió de su país había sido objeto de frecuentes violaciones grupales”. No solo eso: “En la patera rumbo a Canarias se desvaneció a causa del calor y la deshidratación. Ella cree que aprovecharon para abusar de ella”. A raíz de este relato la llevaron al médico. Estaba embarazada de cuatro meses. Saldrá de cuentas en noviembre. “Llegó al centro aferrada a su peluche. Tiene 15 años, aunque sufre un retraso madurativo y su mentalidad no pasa de los 10″. Una de cada 10 niñas del continente africano ha sido violada o ha sufrido abusos sexuales.
T. llegó a El Hierro en el mismo cayuco que B., de 15 años, a quien conocía del mismo barrio. Salió de Senegal con ayuda de su tía, huyendo “de las peleas” en su entorno. “Pasé mucho miedo en los seis días que duró el viaje”, rememora sin perder la compostura. “Lloré todo el rato”. También se declara hábil con los números y asegura desenvolverse en una cancha de baloncesto. “Me gustaría ser ingeniera”, dice.
Alegría en el patio
Pese a este pasado de violencia, la alegría parece ser la moneda común en el centro. A eso de las 11.00, el silencio se convierte en alboroto, y unas 15 adolescentes salen al sol del patio. 12 de ellas cursan sus estudios en el IES Villa de Firgas, a la espera que la Consejería habilite más plazas. “Se han integrado completamente”, asegura Ortega. “El director elaboró un currículum adaptativo y sus propios cuadernillos, puso refuerzos”. Cuentan, incluso, con sus propios ordenadores portátiles. El curso pasado, 2.188 niñas, niños y jóvenes migrantes estudiaron en las aulas canarias, 1.657 de ellos eran menores de 16 años, según los datos oficiales. El objetivo, lograr que estudien los restantes 3.500.
Esta calurosa mañana de verano, un grupo de niñas ayuda con algunas tareas, otras se preparan para una salida; una de ellas practica coreografías de TikTok ante su reflejo en un cristal. “Las que llevan poco tiempo se muestran más miedosas, quieren pasar desapercibidas”, relata Segura. “Cuando empiezan a aterrizar, cuando participan en talleres sobre derechos de la mujer, entienden que tienen los mismos que un hombre y se dan cuenta realmente de lo que les ha pasado”.
Sara Ortega añade que “las que llevan más tiempo están más empoderadas, se mueven y hablan de otra forma y transmiten otra energía”. Todas, coinciden ambas, muestran un rasgo común: “No ven las dificultades, tienen mucha paciencia”. Y sentencian: “Han escapado de su entorno y no sienten tanta presión familiar. Son más libres. Piensan ‘por fin puedo ser yo. Ahora puedo hacer lo que yo quiera”.
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