El suplicio del niño Ernesto en un psiquiátrico de Cantabria: hematomas en la cara y atado para dormir
Los padres de este menor con autismo severo emprenden una lucha judicial por un trato “más humano y especializado” para casos graves de discapacidad y alteraciones de conducta
“Llave, llave…” A sus 15 años, Ernesto habita el universo del autismo severo, una galaxia en la que resuenan muy pocas palabras. Por eso a su madre se le clavó esa que el niño repetía como un quejido cuando salió del hospital psiquiátrico Padre Menni de Santander. “Así era cómo pedía allí dentro que lo soltaran, les pedía la llave”, explica Jéssica dibujando unos grilletes en sus muñecas. Ernesto, que sufre un trastorno del espectro autista con discapacidad intelectual y asociado a alteraciones severas de conducta, pasó un mes ingresado en este centro concertado. Fue derivado en enero desde el hospital público de Valdecilla, adonde llegó después de un rosario de crisis que pusieron en riesgo su integridad física y la de sus padres. Según se puede leer en el informe de alta, en el centro concertado se le prescribió un tratamiento que podía llegar a una treintena de dosis diarias (antipsicóticos, antidepresivos, antiepilépticos, benzodiazepinas...) y fue atado “frecuentemente”, incluso “para favorecer el sueño”. “Siempre tenía las manos marcadas”, recuerda su madre. En una visita, se lo encontró con el rostro magullado. Ella y su marido Fredy han emprendido una lucha por un trato “más humano y especializado” a estos pacientes, para que “ningún niño con discapacidad vuelva a pasar por lo mismo”.
El ingreso en el centro Padre Menni, gestionado por la congregación católica Hermanas Hospitalarias, separó a Ernesto de sus padres por primera vez en su vida. Cuando tenía tres años, Jéssica y Fredy empezaron a observar con extrañeza a aquel pequeño que aleteaba a su alrededor, caminaba de puntillas, corría sin rumbo, rasgaba papeles, lanzaba la mirada al infinito y no pronunciaba palabra. Desde que lograron asimilar el impacto del diagnóstico de autismo, ambos dedican su vida a entender el universo de su hijo, a cuidarlo, a protegerlo y a buscar su bienestar. Su padre cuenta que se ha pasado mucho tiempo radiografiando el comportamiento del pequeño, libreta en mano y hasta mientras dormía. Se ha propuesto llegar a percibir todo eso que el niño no puede verbalizar. Ernesto, explica Fredy, es “alegre y expresivo”, pero “no sabe pedir”: “Para exigir algo golpea o se agrede a sí mismo”.
En el psiquiátrico Padre Menni, entre el 22 de enero y el 21 de febrero, su madre lo visitó mañana y tarde. Como no podía entrar en la unidad, acompañaba a su niño en las zonas comunes. Al caer la noche, Ernesto rompía a gritar porque sabía que mamá se iba. “Es como un niño de tres o cuatro años. Hay cosas que su cabecita no procesa y verse solo allí lo ha traumatizado”, sostiene Jéssica. El lazo impalpable que lo une a su madre llegó a traspasar las paredes de la clínica. “Mamá, mamá…” A veces, al llegar, ella lo escuchaba al otro lado de la puerta llamándola. “Las trabajadoras le respondían que mamá no había llegado y cuando abrían la puerta se sorprendían de que yo estuviera allí. Ernesto me huele, le encanta mi olor”.
3 de febrero de 2024. Fue el único día que Jéssica llegó más tarde de las 11 de la mañana para visitar a su hijo. “Eran las 12. No me dejaban subir, pero lo hice igual”. Encontró a Ernesto con la cara desfigurada por una gran contusión en la frente. Parecía “sedado, no se tenía en pie”. Cuando le mostró el rostro magullado del niño a los trabajadores del psiquiátrico, le respondieron que no habían visto los golpes. La reacción fue de “hermetismo total”, denuncia: “Nadie sabía cómo se había hecho eso. Ni durante el sábado ni durante el domingo me dieron una explicación. Les dije que había que llevarlo al [hospital] Valdecilla. Me insistían que no había personal para acompañarlo. Fui yo con él en la ambulancia”. A día de hoy, sostienen estos padres, la dirección del hospital sigue sin responder a sus preguntas sobre cómo pudo darse un golpe de ese calibre el niño sin que nadie se diera cuenta. La familia muestra imágenes que demuestran la magnitud de la contusión.
En los informes médicos mostrados por la familia se confirma un “traumatismo frontal” que “no [fue] visualizado por el personal” pero que el psiquiatra firmante atribuye a “autolesiones”. El hematoma se extendió por la cara y el niño tuvo que volver a Urgencias del Valdecilla. Los padres de Ernesto presentaron una denuncia en la policía al día siguiente de los hechos y el juzgado de instrucción número 4 de Santander ya ha abierto una investigación, informa el Tribunal Superior de Justicia de Cantabria. También han elevado una reclamación ante el Gobierno cántabro y una queja al Defensor del Pueblo. Buscan asesoramiento jurídico porque creen que se han vulnerado los derechos de su hijo: “No queremos dinero, queremos que no vuelva a pasar”. La Consejería de Salud rehúsa contestar a las preguntas de EL PAÍS “por ser un asunto pendiente de resolución judicial”.
En las instalaciones de este hospital psiquiátrico, el único de Cantabria y dotado de 400 camas, se atiende a los enfermos más incómodos para el sistema sanitario, pacientes complejos que requieren muchos recursos y hacia los que la sociedad no suele dirigir la mirada. Jóvenes con trastornos graves de conducta por abuso de drogas. Ancianos que arrastran décadas de reclusión, consumidos por sus dolencias mentales y las prácticas de la vieja psiquiatría. Personas con discapacidades graves. Respecto a lo ocurrido con Ernesto y al uso de las contenciones mecánicas en el centro, sus responsables declinan responder a las preguntas de este periódico apelando a limitaciones legales. Aseguran que la “situación referida” fue “estudiada-investigada de manera exhaustiva” y se concluyó que “se cumplen los estándares de atención exigidos por el Servicio Cántabro de Salud”. El hospital añade que se ha puesto “a disposición de las autoridades competentes para colaborar plenamente en este asunto”, pero subraya que no puede ofrecer detalles del trato recibido por Ernesto: “Una de nuestras principales responsabilidades es la protección de los pacientes y su intimidad, especialmente si pudiera afectar a menores de edad”.
25 de abril de 2024. El psiquiátrico Padre Menni invita a EL PAÍS a la jornada que organiza sobre buenas prácticas y en la que se proclama la necesidad de acabar con la inmovilización de los enfermos, también en las UCI. Asisten casi 300 personas, incluidos altos cargos del Gobierno de Cantabria con el que el hospital tiene concertada la mayor parte de su actividad y un representante de la Fiscalía que se encarga de inspeccionar anualmente las contenciones que practica el centro. Ante un gran retrato del Padre Menni, el sacerdote que fundó esta congregación de monjas en 1881 para atender a mujeres con enfermedades mentales, los ponentes esgrimen que se ha demostrado “sobradamente” que “hay alternativas” para frenar las crisis de los pacientes. Las sujeciones son “la máxima expresión” de la “deshumanización” de la atención sanitaria y sociosanitaria”, admite una experta: “Los médicos hemos sujetado por problemas de gestión” y “la sociedad lo tolera, las administraciones públicas, las leyes…” Atar a los enfermos, concluyen los participantes, “traslada la culpabilidad al paciente”, los pone en riesgo a ellos y a los profesionales, y en los menores genera un “recuerdo traumático”.
Eso es precisamente lo que los padres de Ernesto creen que le ha pasado a su hijo. Aseguran que una trabajadora de Padre Menni les reconoció que el niño pasó al menos una noche entera atado de pies y manos. Ellos temen que fueran más. A su madre le entregaban el pijama para que lo lavara ella con el detergente especial que usa para cuidar la delicada piel de Ernesto. Recuerda que estaba plagado de manchas que solo se explican si su hijo no podía levantarse de la cama para ir al baño.
La legislación cántabra es una de las más estrictas de España con la inmovilización de los enfermos. Desde 2007, la considera una “medida excepcional” y debe ser comunicada a la Fiscalía “antes de las 24 horas de su inicio, debiendo informar sobre el riesgo para la integridad física a proteger, el tipo de sujeción y el tiempo previsto de aplicación”. La ley también exige que los familiares del paciente sean “periódicamente informados” sobre su aplicación y “sus efectos sobre la persona usuaria”. Los responsables del hospital Padre Menni aseguran cumplir con esa excepcionalidad, aunque añaden que trabajan “para limitar su uso” aún más. Todos los detalles de las sujeciones a los enfermos se registran en su historial clínico y se informa a la familia, sostienen.
La congregación Hermanas Hospitalarias gestiona en España una veintena de centros hospitalarios con un modelo asistencial inspirado en el “humanismo cristiano”. La memoria de la entidad estima que más del 80% de sus pacientes son derivados desde las administraciones públicas. Ernesto salió del centro Padre Menni de Santander el 21 de febrero e ingresó de nuevo en el hospital de Valdecilla, dependiente del Servicio Cántabro de Salud. Allí sigue. El cambio, aducen sus padres, ha sido grande. Llegó “mudo”; con angustia ante la llegada de la noche; agitándose cuando se veía rodeado de varios sanitarios. Su madre no se separa de él, ahora puede hasta dormir en una cama a su lado. Con una cuarta parte de las pastillas que le administraban en el psiquiátrico Padre Menni, “su mejoría es clara”, afirma su familia, pero no total. Y en el hospital de Valdecilla les han advertido que no descartan volver a enviarlo a Padre Menni si se produce una recaída.
Por eso los padres de Ernesto piden que sea derivado a la única unidad de hospitalización de España especializada en el abordaje clínico de niños y adolescentes con Trastornos del Espectro Autista (TEA). Funciona con pocas plazas en el hospital Mútua Terrassa (Barcelona), otro centro privado con concierto con la sanidad pública catalana. Fredy está convencido de que detrás de esas crisis violentas que han torcido la vida de Ernesto llevándole al psiquiátrico se esconde un dolor orgánico que el niño no puede comunicar. Él, que tanto lo ha observado, sospecha que ese padecimiento que hace estallar el universo autista de su hijo es muscular, provocado por una lesión de cadera que arrastra desde hace tiempo y que se ha resentido por el repentino crecimiento de la adolescencia. Los médicos, sin embargo, le insisten que no ven nada y le acusan de “interferir” en su trabajo. “A estos niños se les etiqueta como autistas y discapacitados y con eso los médicos les dan un cóctel de medicinas. Es más fácil que buscar el origen”, se lamenta Fredy. “Yo no los incomodo por gusto. Está en juego la vida de mi hijo”.
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