Vidas sacrificadas por la corrupción
Los alertadores de los ‘casos Gürtel’ y ‘Malaya’ urgen a aplicar en España la doctrina europea para proteger a denunciantes, aplazada por el Gobierno a 2022
Quienes denuncian escándalos de corrupción suelen pagar un precio muy alto. Amenazas. Vidas que quedan en suspenso durante años. Estrés, ansiedad. Matrimonios felices que se rompen. Soledad, depresión. Biografías que quedan expuestas a la opinión pública, amigos que se alejan para siempre, puestos de trabajo que se pierden. El coste, personal y económico, es tan elevado que disuade a la mayoría y pone a prueba a los valientes. “Yo no soy el Cid Campeador ni nada de eso”, resume, por ejemplo, José Luis Peñas, el exedil de Majadahonda (Madrid) que desveló la trama Gürtel.
Una directiva de la Comisión Europea —cuya trasposición legal debía tener lista el Gobierno para este pasado 17 de diciembre, pero que ha quedado aplazada, al menos, hasta enero— pretende poner fin a ese abandono con mecanismos de protección a los denunciantes de corrupción, conocidos también bajo el término en inglés de whistleblowers. Como la abogada Inmaculada Gálvez o el exconcejal Peñas, que dieron la alerta sobre dos de los mayores escándalos de la democracia: ella denunció los abusos urbanísticos de la Marbella (Málaga) dominada por Jesús Gil, en lo que fue el germen del caso Malaya; él, la trama liderada por el empresario Francisco Correa que anidó en el seno del PP.
Gálvez y Peñas conocen muy bien el precio que se paga por alzar la voz con independencia de sus motivaciones. Lo que no saben es qué habría pasado con sus vidas en caso de que la directiva europea, que prevé medidas de apoyo a los alertadores (asesoramiento, asistencia jurídica, inmunidad en el ámbito laboral…), hubiese estado en vigor cuando ellos dieron el soplo.
“En EE UU se protege incluso a gente que ha matado”
La caída en 2018 del Gobierno de Mariano Rajoy comenzó en una habitación de hotel casi 14 años antes. Corría diciembre de 2004 cuando Peñas, amigo y colaborador de Francisco Correa, acompañaba al líder de Gürtel en una suite que frecuentaba el empresario: “Paco estaba hablando por el manos libres con Benjamín Martín Vasco, un concejal de Arganda del Rey [que después sería diputado del PP de Madrid]. Mantenían una conversación sobre unas parcelas, sobre unas adjudicaciones… y escuché como Benjamín le decía que, si no le daban 300 millones, el tema de la parcela no salía”, recuerda el exedil popular. Esas palabras lo removieron todo y aquella misma noche tomó la decisión que cambiaría su vida. Y la historia de España. Empezó a grabar a escondidas a la trama, recopilando durante años los audios que se convertirían en una prueba clave del caso que, con su primera sentencia condenatoria al PP, propiciaría la moción de censura que desalojó a Rajoy de La Moncloa.
“Yo grababa con mucho miedo. Tenía un pequeño aparato de USB, muy primitivo, y con ese aparatito empecé a grabar. Lo ponía a grabar y lo llevaba metido en el bolsillo de la americana, en el pantalón...”, detalló el exconcejal el pasado 30 de noviembre en la Audiencia Nacional, durante el juicio que se celebra actualmente por los negocios de la red corrupta en Boadilla del Monte (Madrid). Porque la denuncia que presentó Peñas el 6 de noviembre de 2007, que permitió iniciar las pesquisas, abrió una caja de Pandora que aún tiene mucho recorrido por delante. Los tribunales ya han condenado a 69 personas a cárcel por ocho de sus líneas de investigación, pero aún quedan por dictar sentencia en otras cuatro —en tres de ellas, todavía no ha empezado la vista oral—.
Pero Peñas, de 57 años, cuenta que sus temores no acabaron cuando se decidió a presentar sus pruebas a la Policía. En ese momento, empezó otra pesadilla. Para él y su familia: “Sufrí la desprotección de cualquier denunciante. Primero sufrí el acoso de la calle, de las instituciones y del partido político”. “Me han insultado las personas que menos te puedas imaginar, hasta señoras de 80 años; me han escupido mientras tenía en brazos a mi hijo de dos años”. “A mi mujer intentaron matarla. La sacaron de la carretera e hicieron que tuviera un accidente, y esa noche me amenazaron por teléfono diciéndome que la próxima vez ella y mi hija iban a caer de un sitio más alto. También le han hecho seguimientos, la han perseguido… Ruedas pinchadas, intentos de soborno hasta poco antes de entrar al tribunal…”, relata.
“Había muchos días que llegaba a casa en un estado de nervios y llorando, que esa directiva es lo que pretende paliar”, apostilla el exconcejal. “Yo, en 2004, podía haberme ido a mi casa, volver a mi trabajo y olvidarme de todo. Y España habría perdido miles de millones de euros, no se hubiera recuperado nada y no habría condenados. Pero decidí recopilar el mayor número de pruebas”, prosigue Peñas, que reivindica esa ley whistleblowers. “La justicia se tiene que dotar de una buena ley para amparar a gente que quiera denunciar. Además, es sabido que, si no hay gente muy cerca o de dentro, es muy difícil entrar en todas estas tramas”. “Hace falta una normativa que te asegure la inmunidad, la seguridad de tu familia, un cambio de ciudad y de identidad… En mi caso, eran malos, pero no eran lo peor. Imaginemos los casos de la gente que denuncia mafias asesinas. En Estados Unidos se protege incluso a gente que ha matado, aunque yo no sé si aquí deberíamos llegar a ese extremo”.
La propia Audiencia Nacional condenó a Peñas a casi cinco años de cárcel por beneficiarse de la trama, aunque le reconoció en la sentencia su importante papel como arrepentido. De hecho, la Fiscalía Anticorrupción y el Tribunal Supremo han apoyado que se le indulte parcialmente para que siga como funcionario del Ayuntamiento de Madrid —trabaja de conserje en un edificio municipal del distrito de Aravaca—. Una decisión sobre la que el Consejo de Ministros tiene ahora la última palabra, aunque Peñas confía que el Ejecutivo vaya un poco más allá: “Si el Gobierno amplía ese indulto [a las penas de prisión, que se encuentran suspendidas actualmente], sería una forma importante de hacer un llamamiento a los futuros denunciantes de que no se van a encontrar solos”.
“Contrataron a alguien para darme una paliza”
La abogada Inmaculada Gálvez, de 62 años, se convirtió en una de las personas más odiadas por Gil y su círculo de poder en los años noventa. Su lucha empezó cuando observó que, frente a su casa, en la urbanización Artola de Marbella, se estaban levantando chalés en una zona que debía acoger equipamientos. Entonces, estudió los planes urbanísticos, alertó de las irregularidades… Y cuando constató que nadie hacía nada, acudió a la justicia. En 1997 puso 14 denuncias. Al año siguiente, 40. Recusó a una juez que se las archivaba de plano. “El fiscal jefe de Málaga me dijo que había una animadversión generalizada contra mí”, rememora ahora.
La hostilidad creció hasta hacerse insoportable incluso en su entorno. Se separó de su marido. “Todo el mundo le decía que se la estaba jugando y que se iba a quedar sin nada por el alud de denuncias que me iban a poner”. Su integridad física estuvo en peligro. “Contrataron a alguien para darme una paliza y me pusieron protección”, cuenta Gálvez. El hombre que debía hacerlo lo confesó en un escrito, pero el caso no fue a más. La hicieron sentir como un bicho raro, una trastornada: “La pesada que venía a fastidiarles”.
Lo peor, dice, fue la falta de apoyos. “Me sentí desamparada por los jueces, los fiscales y el colegio de abogados”, dice Gálvez, que con el tiempo acabó siendo víctima del síndrome del burnout (trabajador “quemado”), común en los denunciantes de corrupción. “Empecé a ganar casos, pero vi que las sentencias no se ejecutaban, y quería quemar el despacho”. Buscó ayuda en el psicólogo y encontró sosiego en la literatura y la pintura.
Exdiputada en el Parlamento andaluz por Los Verdes, vivió unos “años locos” con el urbanismo salvaje, desbocado, y con los juzgados como trincheras. Denunció en el caso del hotel Guadalpín, germen de lo que sería Malaya. Y también en el caso Belmonsa, concesión ilegal de licencia para construir un edificio de 13 plantas en zona verde que valió una condena al exalcalde Julián Muñoz y al exasesor urbanístico Juan Antonio Roca, ambos hombres fuertes también de Malaya.
Pasó a un segundo plano para relajarse y se centró en su trabajo de abogada, pero la pandemia le ha hecho volver con energía. “Me ha venido bien para darme cuenta de que, más que nunca, necesitamos servicios básicos. Y no nos damos cuenta del dineral que se va en la corrupción”. Sigue porque reconoce que le “obsesionan” las irregularidades y le indigna que, por ejemplo, en Marbella sigan operando hoteles sin licencia y con una sentencia de derribo que nunca llega a ejecutarse.
Gálvez opina que la directiva puede ofrecer más protección al denunciante, pero matiza que de poco sirven los cambios legislativos si no hay detrás “una sociedad honesta, que apueste por lo público”, ha comentado en unas jornadas de la Oficina Antifraude de Cataluña (OAC) sobre la directiva. Su director, Miguel Ángel Gimeno, explicó que las normas que regulan otras agencias similares en España (las de Andalucía o Comunidad Valenciana) “ya prevén la protección de los alertadores” y pidió lo propio para la OAC por el “amplio consenso parlamentario y social” que suscita esta cuestión. Gálvez señala que para proteger a los denunciantes ya están la Fiscalía o los servicios de atención a la víctima, y que lo que hace falta es que, sea cual sea el paraguas protector, la figura del alertador sea tomada en serio. “Habrá que ver”, advierte, “cómo traspone el Gobierno el texto de la directiva”.
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