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Mujeres víctimas de ETA, la resistencia invisible

Han sido el 7% de las 850 personas asesinadas por la banda terrorista. Otras han sacado adelante familias y cuidado a cientos de heridos

María de los Ángeles Ibáñez, víctima de ETA, en su casa del barrio de Argüelles, en Madrid.
María de los Ángeles Ibáñez, víctima de ETA, en su casa del barrio de Argüelles, en Madrid.Olmo Calvo
Jesús Rodríguez

En mayo de 1995, solo cuatro meses después de que ETA asesinara a Gregorio Ordóñez, su viuda, Ana Iríbar, contactó en su ciudad, San Sebastián, con dos mujeres que habían vivido antes que ella la tragedia del terrorismo. “Fui a ver a Bárbara Dührkop, viuda del senador Enrique Casas, que seguía en la casa donde le habían tiroteado. Necesitaba saber cómo estaba alguien que había pasado por lo que yo estaba pasando. Me explicó a qué me iba a enfrentar: la soledad, el desprecio, el miedo… y cómo habían salido ella y su familia adelante. Me transmitió que las víctimas cargamos con una mochila de dolor y falta de justicia; con el tiempo me pesaría menos, pero la iba a arrastrar siempre. Me impresionó su entereza. Después quedé con Cristina Cuesta; habían matado a su padre, Enrique Cuesta, y era muy combativa contra la banda. Mirándome a los ojos me dijo que no nos podíamos quedar en el lamento; debíamos hacer algo más, estar unidas, explicar a la sociedad lo que era ETA, ser útiles. Esa ha sido mi doble hoja de ruta junto a otras mujeres: la emocional, la de saber responder sin odio a tu chaval que te pregunta ‘¿Cómo murió Papá?’, y la del activismo. La resistencia contra ETA ha sido nuestra, hemos sido más comunicativas, valientes y sin complejos. Hemos muerto menos, pero hemos sacado adelante a nuestros hijos (a los que hemos enseñado a no responder a la violencia), conservado la memoria, y hemos sido las cuidadoras de más de 2.500 heridos. Y eso no sale en ningún libro”.

Durante más de 40 años, las mujeres rara vez fueron las víctimas directas de ETA. La banda las consideraba “daños colaterales”, sin nombre ni cargo de relumbrón; sombras inhumanas que se encontraban en el lugar equivocado en el peor momento. Según Pablo García Varela, investigador del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda, las mujeres asesinadas por ETA han sido 58, algo menos del 7% de las 850 víctimas mortales de la banda (en el terrorismo yihadista en España esa cifra se eleva hasta el 40%). “De ellas, 50 no eran el objetivo directo del atentado. Solo en algunos asesinatos excepcionales, como el de la fiscal de la Audiencia Nacional Carmen Tagle o la exetarra María Dolores González Catarain, Yoyes, fueron el blanco de ETA de una forma calculada. Además, durante décadas, no podían acceder a las fuerzas de seguridad del Estado ni al ejército, especialmente en los años de plomo, con un asesinado de uniforme cada tres días. De los 500 miembros de esos cuerpos que murieron, solo tres eran femeninos, pero dos iban de patrulla con compañeros varones luego no eran el único objetivo. Tampoco estaban en la judicatura, los cuerpos de la Administración ni eran empresarias. Su media de edad era de 34 años y 14 eran niñas; 13 eran amas de casa y 29 tenían hijos. Nunca se ha contado el drama de esas víctimas directas o indirectas de ETA; se ha estudiado la historia política del conflicto, pero no la social”.

O, como describe Carmen Ladrón de Guevara, abogada de la Asociación de Víctimas del terrorismo (AVT) y pieza clave en la búsqueda de la verdad de los más de 300 asesinatos no resueltos con el juicio y la condena de todos sus implicados, “la intrahistoria de unas mujeres que tuvieron que abandonar el País Vasco avergonzadas, en silencio, siguiendo a un ataúd, cargadas de hijos y con una mano atrás y otra adelante”. Ladrón de Guevara ha sido clave en que 30 de esos casos en el limbo hayan ido a juicio. Ya se han resuelto 15.

Gaizka Fernández Soldevilla, responsable del área de investigación del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, añade un elemento más para entender las escasas víctimas directas femeninas: “El machismo de los etarras, que se veían como valientes y nobles gudaris que tenían la misión de salvar a la patria. Matar a mujeres o niños no encajaba en el relato patriarcal en el que se habían imbuido. Sin embargo, cuando comenzó su momento de debilidad, a mediados de los ochenta, cambiaron de táctica y se lanzaron a golpear objetivos más indiscriminados, como Hipercor, o las casas cuartel de Zaragoza y Vic, y ahí murieron muchas mujeres. Y, sobre todo, muchas menores”.

El exministro de Cultura socialista José Manuel Rodríguez Uribes fue entre 2006 y 2011 el primer director general de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo. Su trabajo culminó con la Ley 29/2011 de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, una de las más avanzadas del mundo, y que salió adelante con el acuerdo de todas las fuerzas políticas. Uribes explica que hasta conquistar ese consenso, hubo que pasar cuatro grandes etapas en el reconocimiento de las víctimas de ETA: “La primera, desde 1968 hasta mediados de los ochenta, fue de negación de las mismas; eran de una total irrelevancia moral, social, política y jurídica, y ni siquiera gozaban de una distinción singular frente a otras víctimas de delitos comunes. Desde aquel periodo hasta la muerte de Gregorio Ordóñez, en 1995, y de Miguel Ángel Blanco, en 1997, se vivió una fase de compasión, sobre todo por la conmoción de atentados como el de Hipercor, donde cualquiera podía ser la víctima. A partir de ahí, se pasó a una época de solidaridad. Y después del atentado islamista del 11 de marzo de 2004, comenzó, por fin, el tiempo de los derechos de las víctimas a las que la sociedad debía reconocer, proteger, respetar; y a las que debíamos dignidad, justicia y tenían derecho a la verdad”.

Ana Iríbar extiende los años del olvido de las víctimas a tres largas décadas, y sitúa el comienzo del cambio en el asesinato de Gregorio Ordóñez. “En los primeros años, las viudas no tenían derecho a nada; morir en atentado era como un accidente de trabajo y flotaba sobre la víctima una sombra de sospecha: ‘algo habrán hecho’. A ellas no las mataron, pero muchas eran mujeres de pueblo, jóvenes, con pocos estudios y cargadas de hijos. A sus maridos les enterraban al alba y ellas se quedaban con pensiones de miseria; no se personaban en los juicios y jamás llegaron a saber quién los había matado. Nunca lograron cerrar su duelo”.

“En los primeros años, las viudas no tenían derecho a nada; morir en atentado era como un accidente de trabajo”
Ana Iríbar, víctima de ETA

Maite Pagazaurtundúa, es eurodiputada. Joseba, su hermano, fundador de ¡Basta Ya!, fue asesinado en 2003. Desde Bruselas explica que, “el papel de las mujeres contra ETA es un fenómeno único de liderazgo femenino. Luchamos por visibilizar algo que estaba tapado. En los medios de comunicación no se hablaba de las víctimas, solo de los verdugos. Pero las viudas, hijas, madres, hermanas, no tuvimos miedo ni vergüenza a expresar nuestros sentimientos y mostrar nuestras heridas. Contamos las cosas como eran, mostramos la deshumanización del terrorismo, el silencio de la sociedad, y nadie nos echó una mano. Éramos mujeres, pero ningún grupo feminista nos apoyó, ni siquiera el Instituto de la Mujer”. La catedrática de Psicología Clínica de la Universidad Complutense María Paz García-Vera, que junto a su equipo ha entrevistado a 4.187 víctimas del terrorismo en España, explica que esas mujeres, “fueron capaces de compartir su sufrimiento y hacer público su dolor y rabia; se atrevieron, mucho más que los hombres, a mostrar al mundo esa situación. Y sufrieron la revictimización del miedo, la provocación y los casos sin resolver. Una situación que todavía padecen con los homenajes a los etarras”.

-¿Qué secuelas han arrastrado?

-Padecen una total falta de autoestima por la humillación sufrida, especialmente las que continuaron en el País Vasco. Y en el plano clínico, un 27% presenta un cuadro de estrés postraumático, el 18% un trastorno depresivo mayor y el 37% ansiedad. Y lo que es más grave, un gran porcentaje padece una combinación de ansiedad y depresión, que representa un cuadro clínico muy doloroso.

Hasta 1999 no se reguló la concesión de pensiones extraordinarias por terrorismo. La indigencia era antes el destino de muchas de aquellas familias que tuvieron que abandonar en horas las casas cuartel y disgregar a sus hijos. El 4 de noviembre de 1976, Juana Román Parra, viuda del guardia Manuel López Triviño, escribía una carta (en papel timbrado y con una póliza de tres pesetas) a las autoridades militares reclamando “respetuosamente” la pensión que “creía” se le adeudaba por el asesinato de su marido 13 meses antes: “Ya que por carecer de bienes y siendo muy elevados los gastos que se me ocasionan para el cuidado de cuatro hijos que tengo me encuentro en situación económica muy precaria”.

Esta es la microhistoria. Escuchar el relato de los años de plomo de una de esas familias, la Frutos Martín, con viuda y tres hijas, tras el asesinato de su padre y marido, Antonio de Frutos Sualdea, en 1976, muestra su desesperación: “En un momento, la vida mandaba a tu marido bajo tierra, a ti a la soledad y a tus hijas separadas de ti a un colegio de huérfanos porque ni siquiera te quedaba una pensión para poder tenerlas en casa a tu lado”. O la de Mercedes Araujo, cuyo marido, inspector y artificiero del Cuerpo Nacional de Policía Andrés Muñoz, fue masacrado en 1991: “Nunca pensabas que eso te podía pasar a ti. Yo me quedé sola con seis hijos, uno con una discapacidad grave y otra de cinco años. Una de mis hijas no hablaba de su padre en el colegio porque le daba vergüenza. Nunca he perdonado lo que le hicieron a mi esposo; que no haya podido conocer a sus diez nietos, pero nunca he educado a mis hijos en la venganza”.

Mercedes Araujo sostiene la foto de su marido, Andrés Muñoz, asesinado por ETA, en su piso de Getafe, en Madrid.
Mercedes Araujo sostiene la foto de su marido, Andrés Muñoz, asesinado por ETA, en su piso de Getafe, en Madrid. Olmo Calvo

La primera piedra de la resistencia la pusieron tres mujeres en 1981, con la creación de la AVT, Ana María Vidal-Abarca, Sonsoles Álvarez de Toledo e Isabel O’Shea. En 1998 serían otras tres víctimas indirectas, Teresa Díaz, Consuelo Ordóñez y Cristina Cuesta, las que constituirían el Colectivo de Víctimas del Terrorismo en el País Vasco (Covite). La lista de resistentes se iría engrosando, según explica el historiador Gaizka Fernández, con nombres clave como el de Irene Villa (que perdió las piernas en un atentado), la viuda y las hijas de Fernando Buesa (empeñadas, según explica una de ellas, Marta Buesa, en “que los hechos se conozcan con profundidad y rigor, relatárselos a una sociedad abierta a escuchar y que salga del letargo; tener unos principios éticos claros, deslegitimar a ETA y educar a la sociedad vasca en los valores democráticos”), Marimar Blanco (exdiputada del PP); Maite Araluce (presidenta de la AVT); María Teresa Castells, propietaria de la librería Lagun y esposa del socialista José Ramón Recalde, tiroteado en la cara por ETA; Ángeles Pedraza; la diputada del PP Teresa Jiménez-Becerril, que perdió a su hermano y su cuñada, o las europarlamentarias Maite Pagazaurtundúa (Ciudadanos) y Bárbara Dührkop (PSOE). Ellas fueron la resistencia visible. La invisible ha contado en sus filas con centenares de grandes mujeres anónimas, simplemente por el hecho de cuidar a 709 heridos catalogados con una “gran invalidez” por el Estado.

Quince días después de ser víctima de un atentado con bomba de ETA en Madrid, en 1987, en el que murió su madre, María de los Ángeles Ibáñez pidió un espejo. Quería verse la cara. La explosión se la había destrozado. Hoy, a los 81 años, el costurón que le atraviesa el rostro le recuerda a diario aquella noche. No flaquea. “La madrugada del atentado, en la UCI, me dije: ‘¡Maru, tienes que sobrevivir!’. Era mi obligación, por mis dos hijas. Estuve así toda la noche: ‘Maru, no te mueras, por las niñas’. Y a la mañana siguiente di gracias a Dios. Había perdido a mi madre y un ojo pero tenía coraje para seguir. Reuní fuerzas y me miré en el espejo. La cara cubierta de puntos, negra, hinchada… un cuadro. Pero estaba viva. Y nunca he tenido miedo a contarlo. He echado lágrimas de rabia pero jamás de lástima. Les relato a mis nietos aquella madrugada en que mataron a su bisabuela y nos hicieron tanto daño. Los etarras quieren que les acerquen al País Vasco. ¿Y a nosotras quién nos acerca a nuestros muertos?”

María de los Ángeles Ibáñez, en su casa de Madrid.
María de los Ángeles Ibáñez, en su casa de Madrid. Olmo Calvo

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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