Los presos de la Guerra Civil que comían algas y dibujaban cochinillos
La empresa propietaria del monasterio cisterciense de Oia (Pontevedra), futuro hotel, rescata un centenar de dibujos que los represaliados del franquismo plasmaron en sus paredes
Se despide tu esposo en bida que nunca te olvida [...] Te cuides bien de los hijos. Y recuérdate bien que tu esposo es inocente de todo y no bajéis la cara por nadie del Pueblo ni del mundo porque ya sabéis bien que no abia sido de ningún partido y estos me fusilaron inocente del todo. Recordéis bien me fusilan el 15 de nobiembre de 1939 [...] Asta la Eternidad. Adiós asta Nunca".
Jordano Pons Tomás, condenado a muerte, se despedía por carta de su compañera, Dolores Abel, desde el campo de concentración de Santa María de Oia (al sur de Vigo). La misiva la recoge su propio nieto, Jaume Prat i Pons, en el libro Sumarissim d’urgència 1643. Como él, miles de presos de Franco fueron hacinados durante la guerra civil en esta cárcel de clasificación que el exceso de hombres apresados en el frente obligó a improvisar en un monasterio ruinoso, el único de la Orden del Císter en la península situado a orillas del mar. Esperando ser derivados a una prisión definitiva, o la libertad, o la ejecución, entre los muros de 800 años trataban de sobrevivir cada día con “agua negra” y “una castaña” pilonga o hervida, tal y como recordaba años después el sacristán de Oia Eduardo Pérez. Para apaciguar el hambre, los presos devoraban algas, cangrejos y lapas que cosechaban en la playa cuando los bajaban a lavarse en el mar de madrugada. Al menos 25 de ellos, según el registro civil, murieron allí mismo. De inanición agravada por la diarrea que les causaban las algas, de disentería, de tifus exantemático.
Había tales plagas de piojos y chinches que los presos preferían dormir a la intemperie, en el claustro y los patios, que en las celdas donde se apretaban por cientos. En 1939, cuando la guerra enfilaba su desenlace en el frente del Ebro, en el monasterio pontevedrés “llegó a haber hasta 4.500 hombres”, explica Xoán Martínez, que pertenece a la segunda generación de la naviera Vasco Gallega de Consignaciones.
En 2004, esta empresa compró el cenobio al Banco Pastor para restaurarlo en el marco de un proyecto de hotel singular, además de 20 “villas turísticas” y spa, que quedó varado entre las rocas de los permisos administrativos y las negociaciones políticas. Mientras tanto, el BIC, monumento nacional desde 1931, acusaba aún más su deterioro y la firma tuvo que acometer varias reparaciones de urgencia. Entre los trabajos de consolidación de unas estancias “a punto del colapso”, la firma viguesa recuperó un tesoro: un centenar de dibujos y textos trazados a lápiz en el maltrecho estuco de los tabiques por aquellos presos de Franco que quisieron dejar su huella mientras aguardaban su destino.
Las paredes interiores, corroídas por la salinidad de la arena de playa con la que se construían, hablan de aquellos hombres de toda condición que pasaron por el campo de concentración del 37 (asturianos, cántabros y vascos procedentes del frente de Asturias) al 39 (catalanes, valencianos, andaluces, baleares, aragoneses). Algunos desprendían gran talento artístico. Otros, sencillamente, desesperación y miedo. En el Real Monasterio de Oia, habitado antes de la Desamortización por monjes artilleros que defendían la costa de los corsarios, se hallaron muchos dibujos de comida, pantagruélicos bodegones, cabezas de cerdo servidas en bandeja. “Auténticos banquetes”, resume Xoán Martínez, que se declara fascinado con la historia del edificio de 7.500 metros cuadrados y se ha trasladado a vivir allí al lado. Entre estos pequeños guernicas hay también muchas estampas bélicas, almanaques con los días tachados en una larga cuenta atrás, sinuosos cuerpos de mujer, nombres propios, “poemas a la madre; a la esposa”, mucho centurión romano y escenas de westerns.
El propietario habla de la “buena comunicación” con la actual alcaldesa de Oia, Cristina Correa (PP), y asegura que ahora las negociaciones con el Ayuntamiento para el plan de urbanización y construcción del hotel de 72 habitaciones en pleno Camino Portugués a Santiago se han “desbloqueado”. La regidora confirmó el viernes que el proyecto tiene luz verde y que ahora solo están pendientes de que la empresa presente una modificación “puntual” relativa a la “delimitación del ámbito”. En esta travesía, Vasco Gallega ha gastado ya casi “cinco millones de euros, con cero ayudas públicas”, y planea invertir 29 en su futuro proyecto. De momento, se reciben visitas guiadas, se recaba información de familiares de presos y se han recuperado y musealizado los grafitos, con la participación de la Universidad de Santiago.
“En España hubo un centenar de monasterios que fueron campos de concentración”, comenta Martínez, “pero en ningún otro se llevó a cabo una acción de memoria histórica como esta”. “Aquí cada piedra tiene un significado, para nuestra familia esto tiene mucho de emocional”, reivindica: “Como propiedad tenemos que estar a la altura de la historia, 850 años de historia. Y contarla”.
Ante la necesidad de espacios para amontonar a los presos de la guerra, en 1937 la Inspección General de Campos de Concentración del bando nacional decidía recurrir a los muros de Oia pese al lamentable estado del monasterio. Los presos se clasificaban en cuatro categorías, A, B, C y D. “Si eras A o B, podías salvarte si conseguías un aval del cura, el alcalde o un cargo franquista de tu pueblo”, explica el dueño del monumento. “Los otros eran llevados a Camposancos (sur de Pontevedra) y allí recibían juicio sumarísimo”.
El capitán Castaña y el hambre atroz
“Fue horroroso [...] Cuando vi llegar a mi padre del campo de concentración, que era un hombre fuerte y firme, parecía Gandhi, ¡estaba negro... negro y delgado! En dos o cuatro meses nos devolvieron a un hombre completamente deshecho”. Los hijos de Pére Menéndez-Arango describen así en Los maestros de la República en Manresa (Associació Memòria i Història de Manresa) el paso de su progenitor por Oia. Había un mando al que llamaban Capitán Castaña, porque solo les daba de comer eso: castañas cocidas. Así recordaba en este diario en 2011 el ya fallecido Eduardo Pérez Míguez, que de niño se colaba en el campo de concentración hasta tres veces al día para llevar mendrugos a los presos, algunos también menores de edad. Otra vecina escondía chocolate en el escote y se internaba con la misma misión en el cenobio. Los del pueblo se jugaban su suerte por ayudar a aquellos rojos, porque a veces los veían comer hasta hierba.
Hoy en el Claustro de Procesiones descansan al sol Karim, Maya, Heydi, Ruza, Branca, Vera... las cabras enanas que llevó la empresa para mantener limpias de vegetación las 57 hectáreas de terreno que completan el futuro complejo turístico con parque público. También hay en las fincas cabras grandes, ovejas y vacas de raza cachena. En un ángulo de este claustro se conserva una estancia ciega, sin luz, donde se dice que eran encerrados los presos considerados más peligrosos por el régimen.
A Oia regresaron a lo largo del tiempo varios de los reclusos que sobrevivieron al campo de concentración. Mientras la salud le dejó, el catalán Joan Salvador Castellá acudió todos los años, y en 2019, con 98 cumplidos, fue homenajeado en la distancia. Que se sepa, hoy es el único que sigue vivo. De madrugada, aprovechando las horas en que el pueblo de Oia dormía, la Guardia Civil llegaba a la prisión y leía una lista: los nombres de los que se iban llevando para morir. A veces, en los grafitos de los reclusos, la fecha de entrada y la de salida están escritas con caligrafía distinta. Se cree que sus protagonistas fueron sacados del campo de concentración precipitadamente para cumplir condena y algún compañero se ocupó después de datar su marcha en las paredes.
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