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PAMPLINAS
Columna
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La palabra dictar

Siempre perseguí la música de las palabras; hay tantas frases que no tienen, hay otras que rebosan

Martín Caparrós

Yo se lo dicto y ella lo escribe: “La palabra dictar, le digo, por ejemplo” —y ella escribe aquí la palabra dictar, le digo, por ejemplo…

La palabra dictar es más latina que la loba. Significaba, desde el principio, hablar para que otro —un esclavo escribiente— tomara nota de lo que decías. Y por eso empezó a entenderse como ordenar, mandar, y por eso cuando los primeros romanos tenían miedo, nombraban a un dictator que, por un lapso breve, concentraba el poder y les dictaba qué debían hacer. Es famosa la historia de Lucius Quinctius Cincinnatus, a quien fueron a buscar a su granja cuando un pueblo vecino, los equos, intentaba invadirlos. El hombre estaba arando; aceptó, se vistió de quo vadis, condujo a los romanos al triunfo y al cabo de una semana se volvió a su arado. Eso era, entonces, un dictador.

Sólo que, en general, alguien capaz de conducir a un pueblo en momentos difíciles lo quiere conducir en todos. Los jefes son personas muy raras que se convencen de que lo van a hacer mejor que todos los demás y —más raro aún— consiguen convencerlos. Así que la palabra dictator fue extendiendo su sombra y cuando quiso serlo Julio César ya quería serlo para siempre. La palabra se hizo infame y muchos infames la desearon.

Mientras, aquí y allá, gente seguía dictando. En esos días las palabras se pensaban como ayudamemorias que servían para que los escasos letrados pudieran decir —decir, no leer— en voz alta lo que allí estaba escrito. Agustín de Hipona cuenta su sorpresa, antes de ser santo y escritor, cuando vio que su maestro Ambrosio de Milán —otro obispo que también sería santo— leía sin hablar: que las palabras llegaban a su mente sin ser nunca sonidos.

Eso entendemos ahora por leer, callados; también por escribir: años y años de teclear en silencio. Pero ahora escribo como los romanos: en alta voz, dictando. Por eso escribí, al principio, que “yo se lo dicto y ella lo escribe”: en mi lengua pampa las computadoras son entes femeninos.

También lo eran mis maestras: ellas nos dictaban. Pero a nadie se le ocurría que la señorita Zulema era una dictadora. La palabra dictadora tiene, por suerte, muy poco recorrido: el femenino consigue contradecir ese sentido. Hay dictaduras pero —salvo error u omisión— las encabezan dictadores.

Y el dictado, además, siempre tuvo una imagen cerdita: el jefe encorbatado arremangado hablando, la pobre secretaria con su papel y lápiz esquivando sus manos. Ahora ya no: la máquina resuelve. Yo le dicto y ella teclea —ella te crea. Una de las grandes ventajas de estas herramientas es que transforman relaciones de poder —yo hablo, ella se calla, yo hago lo que quiero— en puro uso sin vueltas, sin riesgo de sentirse poderoso.

Ya sin ese peligro, dicto: últimamente mis dedos bailan solos, ya no puedo teclear como querría. Y, al dictar, me di cuenta de que he vivido equivocado. Al dictar en voz alta escucho lo que pienso —o mejor lo que escribo, que a veces, cuando hay suerte, se parece. Y entonces oigo, más clara aún, aquella música.

Siempre perseguí la música de las palabras; hay tantas frases que no tienen, hay otras que rebosan. Las reglas de la redacción musical varían en las distintas lenguas: se trata, en general, de jugar con esas combinaciones que cada lengua reconoce, que siempre ha tarareado. En castellano, tres son las formas más usadas: el octosílabo, el verso de ocho sílabas que forma el romancero, la poesía popular —“Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela…”—; el endecasílabo, el verso de once que sostiene la poesía clásica —“Buscas en Roma a Roma, oh peregrino…”—; y si acaso, para ocasos pomposos, el alejandrino de catorce —“Puedo escribir los versos más tristes esta noche…”— divisibles en dos mitades de siete cada una —“Puedo escribir los versos / más tristes esta noche…”—. Y se trata de usarlos, mezclados, clandestinos.

Parece extraño pero si lo escribes según esas cadencias consagradas, nada sonará raro, nunca nada desgarrará la música en que vives. Yo la buscaba en las teclas pero la encontré en la voz: palabra y ritmo son dos y son una misma flecha. Siempre me sorprendió la cantidad de escritores que no escuchan la música de sus prosas; ahora me sorprendí a mí mismo porque he descubierto, viejo ya, que la manera de escucharla en serio, de escribir en serio, es escribir hablando: la palabra dictar y dictar la palabra. Olvidar a san Ambrosio, oírlas.

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Sobre la firma

Martín Caparrós
Escritor, periodista. Premios Ortega y Gasset, Moors Cabot, Roger Caillois, Terzani, Herralde, entre otros. Más de 50 años de profesión, más de 40 libros publicados en más de 30 países. Nació en Buenos Aires, que lo nombró "Ciudadano ilustre", en 1957; vive en Madrid. Su último libro es 'Antes que nada'.
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