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moda
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Para la moda no hay una sola manera de ser mujer

Las disidencias de género vuelven a la reclamar la atención del negocio de la moda en una temporada marcada por esas amenazas institucionalizas contra los derechos de las personas más vulnerables de la comunidad LGTBIQ+

Dorian Wood con vestido de Willy Chavarria

Conner Ives no era un diseñador político. No hacía alarde de activismo en su práctica creativa, no había forma de encontrarle pata ideológica alguna a su propuesta indumentaria, con sofisticada vuelta de tuerca sostenible, sí, pero por lo demás ligera y festiva. Hasta que, a principios de año, la realidad le dio uno de esos baños reveladores. Sucedió que, en enero, Donald Trump volvió a la presidencia de Estados Unidos eliminando de un plumazo legislativo los derechos de las personas trans, no binarias y de identidad disidente. Por orden ejecutiva, el Gobierno estadounidense reconoce desde entonces solo dos géneros, mujer y hombre, asignados por nacimiento. El objetivo de la nueva norma federal, de consecuencias previsiblemente devastadoras, no llamaba a duda: eliminar de la vida pública a uno de los colectivos más vulnerables de la sociedad y dejarlo desprotegido a efectos institucionales. Así que en febrero, cuando le tocó presentar colección en la Semana de la Moda de Londres (otoño-invierno 2025/2026), Ives salió a saludar al final del desfile con un mensaje político en su camiseta. “Protect the dolls”, se leía cruzándole el pecho, letras mayúsculas, negro sobre blanco. Dolls, muñecas, es como se les dice a las mujeres trans en la jerga ballroom, la subcultura LGBTIQ+ de raíz afrolatina que comenzó a performar las feminidades y las masculinidades en la década de los ochenta como kung fu protector, un término que también resuena en el vocabulario actual de los jóvenes zetas. No, esta vez no había pérdida en sus intenciones. “Cuando la realidad golpea de esta manera, la moda puede parecer demasiado frívola, y eso se convierte en un desafío. Te preguntas por qué estás en esto y la única respuesta es que, bueno, uno estudió diseño, no humanidades, y tiene que intentar darle sentido a lo que pasa en el mundo de la única manera que sabe”, admitía el diseñador neoyorquino afincado en la capital británica al poco de que la camiseta deviniera fenómeno viral instantáneo, celebridades de guardar mediante. La prenda no era parte de la colección, pero decidió ponerla a la venta en su web, bajo demanda, por unos razonables y solidarios 87 euros destinados en su totalidad a Trans Lifeline, ONG estadounidense que ofrece una red de asistencia y seguridad a las personas trans desde la propia comunidad. “Hacer algo bien en un mundo lleno de tanta ropa, pero tan poca compasión, no puede ser más gratificante”, concluyó.

He ahí la cuestión: cuando la moda sintoniza su discurso con la realidad, el avance (progreso, si se prefiere) resulta inevitable. De una manera u otra, la industria del vestir, y el sistema inherente a ella, siempre ha tenido respuesta para los momentos de excepción, más o menos convulsos. Y ha sacado sus réditos comerciales, claro, aunque ese es otro debate. Para el caso, observada en continuidad, sus soluciones indumentarias han contribuido a establecer, facilitar y desarrollar patrones socioculturales —incluso políticos— que hoy nos explican como grupo, como comunidad, casi siempre para bien, aunque no pocas veces para mal.

“La moda no solo refleja y representa el espíritu de su tiempo, sino que además cambia y evoluciona con él, actuando como una pieza de relojería especialmente sensible y precisa”, decía Andrew Bolton cuando explicaba el porqué de la exposición About Time. Fashion and Duration, organizada por el Instituto del Traje del Museo Metropolitano de Nueva York —donde ejerce de comisario jefe— en 2020. Prueba de semejante poder transformador, las llamadas políticas DEI, que, hace una década, comenzaron a espolear la diversidad, la equidad y la inclusión en los negocios de la moda y la belleza, consiguieron abrirse igualmente paso en otras disciplinas y entornos laborales/profesionales.

Ahora que se ven amenazadas (la resolución del Tribunal Supremo estadounidense que dejó proscrita la discriminación positiva en el país hace un par de años, su homólogo británico decretando el pasado abril que la mujer solo puede definirse legalmente de acuerdo con criterios biológicos, la presunta meritocracia campando a sus anchas por los despachos), a los diseñadores no les queda otra que volver a mover ficha. Al menos a aquellos que sienten y padecen lo que pasa a su alrededor.

“¿Por qué la indiferencia?”, entonaba el cantautor y performer Dorian Wood, elevando su lamento en la Catedral Americana de París al inicio del desfile de este otoño-invierno de Willy Chavarria. Un par de activistas queers, hijos estadounidenses de migrantes latinoamericanos, criados en el catolicismo, ocupando un templo episcopal en un país extranjero para denunciar los desmanes de las políticas migratorias y de género en el suyo propio, menuda colección de símbolos. La propuesta era masculina, pero en el territorio del creador chicano la ropa nunca ha definido las identidades de quienes la visten. “Solo somos personas que, en este momento, tememos por nuestros derechos”, exponía Chavarria. Para la ocasión, también lucía mensaje en su camiseta, blanco sobre negro: somos como amamos. Al calor de la Semana de la Moda de hombre parisiense, el suyo fue, reconoce, “un acto colectivo de esperanza”, en el que incluía por primera vez de manera oficial una serie de prendas que celebraban la figura femenina. Personalidades trans del alcance de la actriz y modelo Indya Moore y la DJ y productora Honey Dijon, o abiertamente bisexuales como la cantante dominicana Tokischa, se encargaron de lucirlas. “En el espacio social actual, la sexualidad es tan personal como política”, insistía el diseñador.

Un mes más tarde, Miuccia Prada le daba la réplica al presentar el otoño-invierno 2025/2026 de Miu Miu: “El sujetador, los broches, las pieles son accesorios típicos de la feminidad. Pero ahora la pregunta es: ¿a qué feminidad remiten? ¿Qué retienen de ella cuando los llevamos? ¿Acaso ayudan en un momento tan peligroso como el actual, en tiempos de guerra?”. Que a nadie le extrañen las elucubraciones de la diseñadora italiana, que nunca ha tenido miedo a cuestionar las definiciones social y culturalmente aceptadas de feminidad y belleza o a vestir a las mujeres de manera antitética a la denominada mirada masculina. Tampoco a sumar a su contingente de modelos y amigas celebridades de identidad disidente como las actrices no binarias Hunter Schafer (Euphoria, Los juegos del hambre) y Emma Corrin (The Crown, Nosferatu).

Digan lo que digan mandatarios o legisladores, lo cierto es que la moda siempre ha sido consciente de que no hay una sola manera de ser mujer, o de expresar la feminidad. Como tampoco se declina en singular ser hombre y significarse en masculino. Por convención, el sistema diferencia las colecciones en términos de género binario desde que hay noticias, aunque en la práctica unas y otras no suman más que ropa, de la que cada cual dispone a conveniencia. Y si bien el calendario oficial de desfiles continúa distinguiendo las temporadas entre hombre y mujer, lo normal ya es que firmas y diseñadores se pasen la división por el arco del triunfo mezclando sus propuestas. El problema, de haberlo, se reduciría a la representación de esos cuerpos disidentes que ponen en un brete la identidad.

Hace tiempo que el negocio no se amilana a la hora de feminizar al hombre; de hecho, la presencia de modelos masculinos, binarios o no, en desfiles femeninos ha aumentado exponencialmente en el intento por demostrar que, en efecto, el género también es un constructo indumentario. Sin embargo, se resiste a mostrar la masculinización de la mujer: no es fácil encontrar sobre las pasarelas a maniquíes como la finlandesa Minttu Vesala, espectral figura andrógina de 52 años, o Yuri Escudie, que suele ir a pecho descubierto mostrando las cicatrices de su doble mastectomía; una cirugía estética que, dice esta activista lesbiana, no altera su condición. “Mi apariencia no me define a efectos de género”, argumenta.

Con todo, cada vez se dejan oír más voces jóvenes que demandan la atención en ese sentido. “Para mí, la narrativa de la moda es una forma de reclamación. No se trata solo de vestir el cuerpo, sino también de escribir la identidad en términos de visibilidad. Muchas de las grandes marcas que dominan la industria, y de los medios de comunicación, todavía orbitan alrededor de la normatividad cis-heterosexual, y cuando eres queer, esa ausencia de representación duele”, expone Fi Black, ideóloga junto a su pareja, Lita Bacus, de DykeMint, la etiqueta que debutaba en la pasarela neoyorquina el pasado enero con una reivindicación de las estéticas sáficas no binarias que rehúyen los estereotipos de la feminidad. A finales de este mes de octubre, la Romaría Ponte Farruca, en Laza (Ourense), volverá a celebrar la diversidad sexual, la equidad y la visibilidad de todas las identidades de género con la típica bata de abuela —uniforme símbolo de costumbre y refugio— por bandera. Para que luego digan que la moda no es motor de cambio más allá de una pasarela.

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