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Columna
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La palabra odio

Cuando un grupo confuso no tiene nada en común, nada lo acopla tanto como inventarse un odio compartido

Miembros de extrema derecha  se manifiestan en el centro de Madrid para protestar contra la inmigración con el lema "Remigración" y exigir la repatriación de los inmigrantes.
Martín Caparrós

Dime a quién odias y te diré quién eres”, no dijo nunca ningún profeta, ningún filósofo barbudo, y sin embargo pocas frases definirían mejor los días que vivimos, las personas que somos.

La palabra odio nos viene del latín, faltaba más, pero fue cambiando con el tiempo: si al principio se refería a algo que no nos gustaba o incluso nos enojaba —inodiare es el origen de enojar— en algún momento la palabra dio el salto cualitativo necesario para que la Academia, tan comedida, defina odio como “antipatía y aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea”. Y entonces todo cambia: una cosa es detestar a algo o alguien; otra muy distinta aborrecerlos lo suficiente como para desearles —si no causarles— algún mal. Allí donde la aversión o el rencor pueden ser pasivos, el odio actúa: se hace cargo de lo que piensa o siente y ataca en consecuencia.

Hay por lo menos dos odios muy distintos. El odio personal acepta tantas causas que es casi un capricho: fulano cree que mengano lo ha perjudicado en un negocio o un amor o una partida de mus y decide odiarlo de todo corazón. Son odios que, en general, no van muy lejos: la barra del bar o la mesa familiar o la oficina y se manifiestan, cuando lo hacen, en pequeñas putadas. (La palabra putada es tan hispana, tan apropiada para el odio personal: perjudicar al otro un poco, molestarlo, intrigar en su contra.)

El odio colectivo es otra cosa. Desde siempre —o algo muy parecido a siempre— fue el mejor instrumento de control y movilización sociales. Sin grandes esfuerzos, con imaginación escasa, los odios permitieron que se formaran grupos, sociedades, y dentro de esas sociedades grupos que se unían porque odiaban más o menos lo mismo. Cuando un grupo confuso no tiene nada en común, nada lo acopla tanto como inventarse un odio compartido.

No suelen ser originales. El odio, en general, es perezoso: no hay ninguno más fácil de imponer que el odio al otro —el “otrio”— en cualquiera de sus formas. El otro, en nuestras historias, es definido por ciertos rasgos básicos: el color de su piel, sus costumbres, sus dioses y santitos. La presencia de gentes diferentes casi siempre alcanzó para que jefes sin escrúpulos consiguieran convencer a seguidores sin cacúmenes de que esos otros eran el mal y había que atacarlos, aniquilarlos si cabía.

Así, gracias al odio, se fue armando la historia. El otrio permitió y potenció los peores liderazgos. Y, en general, cuando un pueblo sufre y no consigue entender por qué, no hay nada más fácil que convencerlo de que la culpa es de esos otros y que deben por lo tanto odiarlos en todo el sentido de la palabra odio: desearles el mal, causarles el mal, hacer todo para tratar de destruirlos.

En los últimos 80 años, sin embargo, el odio tuvo mala prensa. Esa sobredosis brutal que fue el nazismo nos dejó casi vacunados y últimamente nadie reivindicaba el odio: quedaba feo, sonaba viejo y rencoroso, perdedor. Si algo ha cambiado en la última década es que el odio ha recuperado su legitimidad y su potencia. El expresidente argentino J. Milei dijo hace unas semanas que “no odiamos suficiente a los periodistas” y le dio tanto placer oírse que no para de repetirlo; el futuro expresidente norte­americano D. Trump dijo en su fiesta nacional que odia a los demócratas —además de los inmigrantes, empleados públicos, chinos, mujeres y demás céteras. Y, en general, hablar con odio ha vuelto a ser un gran negocio.

Ahora hay en España un partido más o menos legal y unos grupos más o menos clandestinos que ponen en escena los mecanismos más básicos, más clásicos del odio: la sinergia entre unos energúmenos con pantalla que convocan a odiar a algún tipo de otro —los inmigrantes, los infieles, los zurdos, los diversos diversos— y unos energúmenos con palos y disfraces que completan ese odio con su fuerza bruta. Su estrategia es muy simple: implantar en algunos los gusanitos de su propio odio, despertar en otros el odio contra ellos y, uno más uno, conseguir que todo el escenario sea un choque de odios: allí ganan.

No pretendo disfrazarme de hare krishna y predicar que el odio se detiene con amor: el amor no tiene nada que ver en todo esto, salvo esa variedad babosa y vergonzante que se profesan los que se reúnen alrededor de su odio. Ni amor ni odio contra ellos: la ley, nomás, que no hay nada más desalentador que perder la libertad por creerse más libre que nadie.

La libertad no tiene grados: no hay libertad cuando algunos la tienen más que otros. Ni hay libertad cuando, so pretexto de ejercerla, se recurre al odio.

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Sobre la firma

Martín Caparrós
Escritor, periodista. Premios Ortega y Gasset, Moors Cabot, Roger Caillois, Terzani, Herralde, entre otros. Más de 50 años de profesión, más de 40 libros publicados en más de 30 países. Nació en Buenos Aires, que lo nombró "Ciudadano ilustre", en 1957; vive en Madrid. Su último libro es 'Antes que nada'.
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